Un lazo amarillo

Nerea Aceituno

Tocó la sirena que indicaba el final del recreo, y subimos las escaleras sin prisa. 

    Nos sentamos en mi mesa, donde solíamos esperar a los profesores que más se retrasaban, y conversé animada con mi amigo Richi. Iba vestido con unos pantalones negros y con una camiseta a juego con un gran dibujo de animé que yo no conocía. En la cabeza, a un lado, sujetando sus mechones de pelo rizado (que ya le llegaban a cubrir los ojos si no hacía nada), llevaba una pinza con un pequeño lazo amarillo.

     ¿Quién me iba a decir a mí que un lazo amarillo me fuese a traer tantos problemas?

     Cuando llegó la profesora, nos sentamos, y lo primero que hizo fue reparar en aquel elemento que mi amigo llevaba en la cabeza, algo que ya había visto antes.

     —Ricardo, quítate eso. Ya te lo dije ayer, así que a la próxima te echo de clase.

     —¿Por qué?

     Me llevaba haciendo esa pregunta desde que el día anterior se había repetido la escena. El chico había llegado a clase con ese lazo que había sacado de su casa a escondidas,  porque era la única forma que tenía de hacerlo. Yo lo había visto así muchas veces,  igual que con las uñas pintadas, pero era la primera vez que se atrevía a traerlo al instituto.

     Como esperábamos, varios compañeros de otra clase se metieron con él; pero, gracias a una charla de la profesora de religión (que defendió a mi amigo), los insultos se acabaron. Lo que no imaginábamos era que, a la siguiente clase, la misma profesora que le había dicho que se quitase el lazo lo obligase a hacer lo mismo. De nada sirvieron ni sus protestas ni las mías porque, ante la amenaza de expulsarlo de clase y llamar a su casa, no se atrevió a protestar.

     Pero ese día era diferente. Ya lo habíamos hablado entre nosotros y con varios adultos de confianza (entre ellos, una profesora que ya no nos daba clase y con la que teníamos gran confianza). Éramos muchos los que, para acompañarlo, nos habíamos llevado un lazo. En cambio, solo yo seguía con el lazo puesto. Cobardes.

     —¿Por qué tiene que quitarse el lazo? —pregunté yo también.

     No hubo respuesta: solo una mirada penetrante. Varios compañeros hicieron la misma pregunta.

     A los cinco minutos, teníamos allí al director, echándonos la bronca del siglo y obligando a mi amigo a quitarse el lazo. Todos se quedaron callados; nadie protestó. Tampoco habíamos podido. Se dirigía a la puerta del aula cuando pregunté:

     —¿Entonces yo también tengo que quitármelo?

     A nadie le sorprendió que fuese yo la que hablase. Era la que siempre estaba metida en problemas; la que les decía a los profesores, sin cortarme, que sus clases eran una mierda, que no sabían explicar, que nos aburríamos y no aprendíamos; la que cuestionaba y retaba cada una de las normas del instituto y renunciaba a hacer todos aquellos deberes o trabajos que me pareciesen una tontería; la que, cada vez que podía, evitaba ir a la primera clase y entraba después… Me tenían calada.

     Pasamos más de una hora discutiendo, en mitad de un discurso machista y anticuado de alguien que decía ser moderno y liberal. Presumía de ir a las manifestaciones LGTB o de apoyar la identidad de los alumnos, y luego no tenía inconvenientes en censurar nuestra opinión o forma de vestir. En impedirnos actuar con libertad.

     Al final, todos aceptaron un discurso en el que muy pocos creían, y yo fui la única que se atrevió a negar en todo momento y repetir una y mil veces mis argumentos. Pasé las siguientes dos horas, hasta después de que acabaron las clases, en su despacho, soportando unos reproches que no pensaba escuchar y sublevándome ante aquel hombre que había perdido todos mis respetos antes de ganárselos.

     No me importaron las llamadas a casa ni las broncas. A mi amigo le quitaron su lazo amarillo y a mí me callaron. Lo que no sabían era que yo tenía muchas otras formas de gritar y, si antes ya había dado numerosos problemas, a partir de entonces, me iba a convertir en una auténtica pesadilla.