Enrique Gómez
¿Quién ha matado a Bob Esponja?
—Trabajo por parejas: ¡Tenéis que matar un chino!
—¿A qué chino?
—Al que mejor os venga.
Tras tres años de formación teórica y las prácticas supervisadas, en la academia de ingreso a la Agencia ha llegado el momento del Trabajo Fin de Grado.
—¿Vale una china?
—¡Pues claro!
Los aspirantes no quieren fallar, murmullan entre ellos y piden más aclaraciones a su mentor.
—¿Entran también los de Taiwán?
—Un chino en términos generales. Taiwán, Japón, Corea… da igual: ¡Lo que se viene entendiendo por un chino!
Todos quieren hacer un buen trabajo para optar al cuadro de honor de la promoción. Insisten.
—¿Con matarlo en un callejón vale para ganar el premio?
⎯No, para ganar el premio, puntúa más cuanto más bullicioso sea el entorno.
*
Día de sol y calor en Madrid. Día de ropa ligera, de buscavidas y malandrines en las calles, de turistas y de selfies por el centro, de mayonesa ácida y tortilla de patatas reseca en las terrazas. Día de muchos chinos en la Plaza Mayor. Bob Esponja vaga entre los paseantes sin que nadie repare en él.
El Ajedrecista Pensativo le guiña el ojo a una guiri que le acaba de hacer una foto. «¡Qué poco follamos los ajedrecistas!», piensa él, mientras la extranjera saca una moneda y se dirige hacia el bote de las propinas. Se oyen gritos, la chica se detiene, mira al frente con espanto y se echa las manos a la cara. La moneda cae al suelo y rueda por el adoquinado. Un torero, que va de paso, detiene la moneda de un pisotón, la recoge, se la guarda en la taleguilla y sigue caminando pausadamente. El ajedrecista, atrapado en su disfraz, se caga en los muertos del torero con toda la fuerza de sus pulmones.
Los chillidos de espanto no cesan. Se forma una marabunta de gente moviéndose aleatoriamente sin saber hacia dónde ir ni de qué huir, chocan entre ellos. Más gritos, pánico. Un niño, con cara de poco avispado, tropieza con El Hombre Sin Cabeza y le espachurra su bola de helado de chocolate en el traje blanco satinado. El descabezado se mira la mancha, le arrea una hostia al niño y se escabulle entre el gentío. El niño atontado cae al suelo y empieza a berrear. El torero pasa tras del niño y le propina un cogotazo. El niño calla. El torero grita: «¡Ha sido Espíderman!».
La confusión va en aumento, un grupo de alemanes huye, mirando hacia atrás, temiendo que alguien los persiga. No ven a El Motorista Volador, chocan con él y lo derriban. El motorista cae con todos sus arreos. Son más de trescientos los kilos que se estrellan contra el suelo de granito. El estrépito de las carreras y las voces ahogan los débiles ayes del motorista que, antes de perder el conocimiento, ve pasar a un torero que camina con ritmo decidido, con el mismo trapío que si estuviera haciendo el paseíllo, hacia un hombre que está sacando fotos.
En el centro de la plaza yace Bob Esponja sobre un charco escarlata. Se ha formado un amplio círculo en torno a él. Junto al cuerpo de Esponja, El Gordo Espíderman clama vehemente su inocencia. «¡Yo no he sido!», grita Espíderman desde dentro de su traje de licra rojiceleste. «¡Asesino!», chillan algunos. «¡Gordo!», gritan otros. Un chino solitario toma fotos desde lejos con un teleobjetivo muy grande.
La turba se desquicia y corre tras Espíderman con ánimo de lincharlo, el cuerpo de Esponja queda desatendido. Se acerca el torero: «Vámonos, compañera, que el trabajo ya está hecho». El muñeco se incorpora, se coge del brazo del matador y ambos salen por una puerta lateral, no muy lejos de donde Espíderman está recibiendo una paliza.
En el lado opuesto de la plaza, ignorado por todos, yace el cuerpo de un chino que ha sido apuntillado en la cerviz. Míster Bin se aproxima al cadáver, le afana la cámara y se aleja canturreando.
*
Día de la entrega de despachos en la Agencia. La pareja ganadora recoge el premio y la acreditación con sus flamantes nombres en clave. Ella va disfrazada de Bob Esponja, será La China de ahora en adelante. A él, que va vestido de torero, se le conocerá por Atus.