Olga Cárdenas

Irasema

Una mañana de invierno Irasema y su madre tomaban el desayuno. A pesar de que el comedor se sentía bastante frío, y de ser las únicas que habitaban esa casa, servían la mesa con la misma formalidad de todos los días. Era una familia conservadora, con valores, firme a sus creencias. 

La madre vivía bajo las reglas establecidas, tanto en la sociedad, como en el hogar. Lo único que la tenía inquieta era la repentina alegría de su hija. No sabía a qué atribuir esa felicidad. En ocasiones tenía actitudes permitidas solo a las jovencitas, pero ella sobrepasaba por mucho sus quince primaveras.

El timbre del teléfono vino a interrumpir la sobremesa. Irasema se levantó a contestarlo. Del otro lado de la línea se escuchó una voz temblorosa.

—Tengo malas noticias. Benjamín ababa de fallecer de un paro cardíaco.

Irasema estuvo a punto de soltar el auricular. Sintió flaquear sus piernas, pero la figurade su madre frente a ella, la hizo sobreponerse a la noticia.

—¿Quién es hija?

—Una vecina de casa de mi padre. Le dije que me avisara si ocurría algún percance. Al parecer se enfermó.

—Tú sabes si vas a verlo.

Los pensamientos de Irasema no se ponían quietos. Deseaba ir al funeral, pero a la vez, no sabía cómo lo tomaría la familia del finado, pues no la conocían.

Recordó cuando Benjamín piso por primera vez su casa. A sabiendas de que no sería bien recibido, rogó a su madre para que le diera la oportunidad de visitarlas. La intención del hombre era pedirla formalmente en matrimonio, pero después de darlo a conocer, la respuesta de la madre no tuvo sentido para él.

—Mire Benjamín. –dijo mirándolo fijamente– No es ningún jovencito, por eso entenderá perfectamente mi respuesta a su petición. Usted es el tercer novio en venir a pedir su mano. Voy a decirle lo mismo que a los demás. 

El hombre abrió los ojos desmesuradamente. Desconocía lo de los pretendientes anteriores. Ese tema jamás lo hablaron.  

—Irasema es una de mis siete hijas. No se ha separado de mi desde el momento en el que nació, y así será, hasta la hora de mi muerte.  

Si la primera noticia lo impresionó, la segunda, lo dejó estupefacto. 

—De acuerdo a nuestras costumbres, una de las hijas procreadas por la madre, deberá quedarse con ella para cuidarla y atenderla, hasta el último día de su vida. Esa es su obligación, No podemos cambiar el destino. 

Después de la negativa, Irasema creyó que Benjamín se daría por vencido, pero en lugar de eso, le rogó continuar con la relación. Aunque cambiarían muchas cosas aceptó de inmediato. Estaba verdaderamente enamorada.

Él no podía comunicarse a su casa, por eso decidieron que ella viajaría para poder verse. Por eso no había problema, pues su padre vivía en la capital con otra familia, ella lo visitaba frecuentemente. 

El amor que se tenían era único, hermoso, y al crecer esa relación oculta, decidieron cumplir el mayor de sus deseos. En un pequeño pueblito la pareja se unió en sagrado matrimonio. 

A partir de ese momento Irasema se convenció que debía mantener oculta una parte de sí misma. 

Benjamín era tan feliz, que con placer le ayudaba a sobrellevar esa doble vida; la hija obediente, abnegada, dedicada a su madre, y la esposa amorosa, perfecta, dedicada en cuerpo y alma a su esposo.

 

***

Después de acostar a su madre Irasema se encerró en su habitación. La cama la recibió con el sufrimiento a cuestas. Ahora sí podía dejar escapar su dolor. Con lágrimas en los ojos recordó al hombre que le robó el corazón. Había partido de su vida, llevándose con él, su gran secreto.