Roberto Vega

Margaritas en invierno

Mi nombre es Paloma, y soy tu madre. No sé si algún día leerás esta carta; tampoco sé si estás vivo, o si lo has estado todos estos años; yo quiero pensar que sí, y que me estás buscando; por eso, necesito contarte lo que ocurrió, lo que nos separó.

Te llamas Jaime, y nuestra historia comenzó hace sesenta años.

Todavía me acuerdo de los patucos de lana que tejí embarazada de ti en la terraza de la casa donde vivíamos, de los bordados con tu nombre mientras los rayos que se colaban por la ventana acariciaban mi rostro, o de la primera vez que te sentí. Pero mi felicidad duró poco tiempo. 

Minutos después de tu llegada a este mundo, una monja (sor María) te arrancó de mis brazos. Me dijo que no me preocupara, que tenían que pesarte y medirte; que debía descansar. Horas más tarde, cuando la espera se volvió insoportable, aquella mujer me dijo que las cosas no habían ido como esperaban, y que habías fallecido.

No hubo más explicaciones. No hubo consuelo para las lágrimas que empaparon mi camisón, ni para las súplicas por verte una vez más; en lugar de ello, la mujer me dijo que debía firmar unos papeles. Entre gritos le pedí que llamaran a tu padre: «¿Tu marido? —murmuró ella con desprecio—, las que venís de la residencia de Peñagrande sois huérfanas solteras: no tenéis marido. ¡Os dejáis preñar, y después venís aquí inventando historias!». Hasta ese momento, yo nunca había oído hablar de ese lugar.

Cuando dejaron entrar a tu padre, exigió verte: «Paloma, la criatura que me enseñaron no era nuestro hijo —me confesó tiempo después—. Entonces, no me di cuenta, pero el niño que yo vi parecía que llevaba varios días fallecido: su aspecto era de cámara frigorífica —solía susurrar antes de entrar en uno de sus largos silencios».

Cuando salí de la clínica, sola en casa, el tiempo pareció detenerse rodeada de las cosas que había preparado para ti. Tu padre se iba a trabajar, y yo pasaba los días con el recuerdo del pliegue suave de tus mejillas, la paz embriagadora de tu mirada y el tacto delicado de tus manos; parecía sentirte mientras me acariciaba el vientre. Finalmente, nos fuimos de Madrid. 

Años más tarde, vi un programa en la televisión. En él se contaba la historia de los niños robados: pequeños que habían sido separados de sus madres al nacer, y entregados a familias normales. Cuando escuché aquella noticia, supe que hablaban de ti. Por aquel entonces, tu padre ya había fallecido, y fueron tus hermanos, Sonia y Javier, quienes me animaron a regresar a la capital. Hablamos con el abogado de una asociación, y dejé una muestra de mi ADN en un banco creado para los afectados.

Durante esos días, conocí a más personas en situaciones parecidas: mujeres solteras sin recursos a quienes, a las pocas horas de haber dado a luz a niños sanos, les habían anunciado su muerte de forma repentina. En todos los casos: las mismas respuestas, las mismas explicaciones, las mismas tocas.

Ya hace varios años de aquello, y nunca he sabido nada de ti. Ahora, cuando ya me queda poco tiempo de vida, siento que debo escribir estas líneas; supongo que con la esperanza de que algún día puedas leerlas: en el fondo, siempre he sentido que estabas vivo, y que me estabas buscado…

 

El hombre aparta la mirada de la carta, observa la foto situada sobre las letras serigrafiadas en la chapa con el nombre de su madre biológica, y deposita un ramo de margaritas en el musgo que cubre el mármol frío. «Era la única persona capaz de cultivar margaritas en invierno —le habían contado sus hermanos (los había conocido una tarde de otoño tras años de búsqueda, después de haber fallecido su madre, y se veían de vez en cuando)—, decía que le recordaban a ti». 

Anochece cuando sale del camposanto. Se detiene en la puerta y lleva su mano al bolso donde tiene guardada la carta. Solo la lee en aquel lugar, como un ritual (una terapia), y no dejará de hacerlo hasta el fin de sus días.