Sexo consensuado

Darwin Redelico

Tras la romántica cena en un recóndito restaurant, la pareja se dirige, entre besos y sonrisas, al apartamento de Arturo, a efectos de darle epílogo a la noche. Arturo se sentía atraído por la juventud de Sofía, su desenfado no carente de una aguda inteligencia y, sobre todo, su ambición de Sofía. A ella la seducía ese hombre bastante mayor que ella, en un punto de la madurez donde conviven los últimos estertores de juventud, la estabilidad emocional que dan los años y el esplendor intelectual que siempre tenía.

El profesor y su alumna predilecta no hablaron durante la velada de la recomendación con honores que él daría para que ella accediera a una beca internacional para una maestría. Ya no era necesario.

Al llegar, él se metió en el baño mientras Sofía se desvestía. En ese momento sonó el timbre del apartamento. Arturo asomó la cabeza y le pidió a la sorprendida Sofía que abriera la puerta pues estaba esperando a alguien. Sin salir del asombro, la brillante alumna se coloca una camisa por encima de la lencería y cumplió el recado.

—¿Sí?

—Buenas noches. Busco al Doctor Oviedo.

—¿Ahora? ¿De parte de quién?

—Dígale que llegó la escribana Mendoza, por favor.

—Mi amor… —llamó levantando la voz.

—¡Escribana! —apareció él, vestido solo con una bata rosada—. ¡Pensé que se había extraviado!

—¡Doctor! Disculpe la demora. Me costó encontrar un taxi a esta hora.

—No se preocupe, escribana, usted nunca es impuntual. Mi amor, te presento a la escribana Mendoza. Escribana, ella es la chica de la que le hablé, Sofía Rebellato.

—¿Qué hace una escribana aquí? —preguntó la joven.

—Perdona que no te pude avisar antes, mi amorcito. Pero es un pequeño trámite que debemos hacer.

—¿Trámite?

—Esteee… sí. Tú sabes lo que le sucedió al Profesor Aguerrondo: tuvo una aventurita con una secretaria del Colegio hace muchos años. ¿Verdad, escribana?

—Sí. Mire, señorita…

—Rebellato.

—Señorita Rebellato. Esta chica de la que habla el doctor Oviedo, después de varios años, le hizo una denuncia de acoso y violación.

—No lo tomes a mal, cariñito. Sé que tú serías incapaz. Pero mi abogado me recomendó que…

—Que un escribano, o sea yo, certifique que la acción que están a punto de concretar es consensuada entre personas mayores de edad.

—Gracias escribana —dijo el afamado intelectual.

Por la mente de la preclara pupila, que no daba crédito a lo que escuchaba, desfilaban una serie de imágenes: el máster, los exámenes, la admiración por aquel hombre, sus piernas flacas y velludas que tristemente colgaban, en ese momento, de una bata rosada, la sexagenaria escribana que a medianoche certificaría un acto sexual.

Luego de haberlo meditado unos segundos, con rabia dijo: 

—¿Así que les gusta el show? ¡Vamos a hacerlo!

La sonrisa volvió al erudito, quien se quitó la bata y dejó ver ese esmirriado cuerpo desnudo, poco afecto al ejercicio.

—Un momento profesor, no se apure. ¡Necesito comprobar antes la identidad de la señorita!

—¿Perdón?

—Es un documento público, señorita.

—Ya le doy el mío —dispuso él, agachándose de espaldas para recogerlo.

—No, solo el de la señorita pues no tenía el gusto de conocerla.

Finalizado el protocolo, la pareja procedió a vivir el momento pasional. 

Afortunadamente, el rendimiento del docto no sufrió alteraciones. Pero Sofía no podía concentrarse. Habiendo adoptado la posición del misionero, paseaba su vista entre el espejo que reflejaba el rostro ensimismado, sudoroso y babeante de su amante y la mirada que desde un rincón le dirigía, solo a ella, la profesional contratada para constatar el libre albedrío de las partes. 

Sofía no podía dejar de pensar en que aquella mirada, que provenía desde un oscuro rincón de la habitación, proyectada como un rayo por encima de los anteojos, más que la propia de una verificación profesional, le pareció ser de una secreta y asquerosa lascivia. 

Al acabar (solo él), ella se vistió rápidamente. Cuando iba a cruzar la puerta, la interceptó la escribana, agradeciéndole con una amplia sonrisa haber confiado en ella, y le entregó una tarjeta personal, haciéndole un guiño de ojos. Sofia desapareció raudamente golpeando la puerta.

Finalmente, renunció a la beca.