Otra mirada

Roberto Vega

El parque que hay debajo de mi casa está casi desierto: apenas un par de transeúntes en compañía de sus perros. Camino sin rumbo, con las manos en los bolsillos, distraído en mis pensamientos. Una suave brisa deposita las hojas que se van desprendiendo de los robles sobre los últimos brotes del otoño. 

Hace más de un mes que no te veo, pero a cada paso que doy recuerdo la tarde que nos conocimos. Diluviaba, yo acababa de terminar una visita con un cliente en la otra punta de la ciudad y, como siempre, no llevaba paraguas. Intenté correr hasta el lugar donde tenía aparcado mi coche, pero un dolor agudo me recorrió la pierna hasta anclarse en mi espalda. La humedad comenzaba a calar la tela de mi traje cuando vi el cartel de una biblioteca; abrí la puerta y entré con el maletín que llevaba en la mano sobre la cabeza.

―Hola, ¿en qué puedo ayudarle?

Te vi sentada detrás del mostrador de recepción; tu sonrisa era limpia, tal vez, estudiada. Llevabas el pelo recogido en una coleta, y finos mechones se suspendían a ambos lados de tu cara hasta rozarte el cuello.

―Eh, bueno, quería alquilar un libro ―improvisé, y me arrepentí casi al instante. 

―Dígame el nombre del autor y veré si lo tenemos en el depósito.

―Ya, el autor… ¿podría recomendarme alguno?

 Aquel día salí de la biblioteca con seis libros: no conocía el título ni el autor de ninguno de ellos. 

Te encontré de nuevo en el mismo asiento una semana más tarde, a la misma hora. Mientras tecleabas en el ordenador me fijé en tus manos: la piel tersa, las uñas cuidadas; no llevabas alianza. Un pelo travieso jugueteaba con la lana de tu jersey: «Quizá un gato», pensé, aunque, quién sabía. Me preguntaste si me habían gustado tus recomendaciones: enseguida quedó claro que apenas los había abierto. 

A pesar de la distancia, visitar la biblioteca donde trabajabas se convirtió en uno de mis hábitos: me gustaba verte rebuscar entre las estanterías concentrada en el título de los lomos, con la cabeza un poco ladeada y la sonrisa siempre a punto para desarmarme; me gustaba tu perfume a jazmín y a violetas, tu manera elegante de parecer sencilla y la forma en la que rasgabas la erre al hablar; me gustaba sentir la fuerza de tu mirada mientras me susurraba: «Tranquilo, no pasa nada».

Un día no te encontré en tu sitio. Yo acababa de terminar una de tus sugerencias: Madame Bovary. Un joven de unos treinta me dijo que ya no trabajabas allí. No hice preguntas.

El dolor en mi espalda me hace regresar a la realidad; se vuelve algo más intenso al tiempo que paso por delante de la biblioteca del barrio. Miro mi pierna izquierda con sus casi diez centímetros menos que la derecha, y el recuerdo de mi niñez, aferrado a unas muletas, me atenaza: 

―Volver a operar es la única solución para el “pie equino varo” de su hijo ―había dicho el hombre. 

―Pero, doctor, ya van más de diez intervenciones.

 El doctor hablaba mientras mi madre escuchaba resignada, en silencio. Yo la imitaba. Cómo explicarles que para la gente (en el colegio, en la calle, entre susurros), yo no era un muchacho con una anomalía congénita: yo era el tullido. Y, aunque creer que no vales lo suficiente te frena más que cualquier cojera, eso no lo descubriría hasta años más tarde.

―¿Ricardo? 

Una sutil fragancia a jazmín y a violetas me saca de mis pensamientos. Me doy la vuelta y ahí estás, envuelta en un abrigo beige. Un diminuto caniche escolta tus botas de ante marrones.

―¿Julia? Pero, tú… ¿qué haces aquí?

―Vivo en el barrio. ―Sonríes―. Y ahora trabajo aquí ―señalas la fachada de la biblioteca.

Te pregunto. Tú hablas, y, mientras lo haces, me enfango en un abismo de pensamientos, de dudas, de deseos por confirmar. Te despides, me despido. Das media vuelta y veo tu melena balancearse a cada paso que nos separa.

―¡Julia!

No reconozco mi voz. 

―Sí, Ricardo.

―¿Te apetecería tomar un café? 

Sonríes, tus hermosos ojos color menta parecen brillar divertidos.

―Ya creía que nunca me lo pedirías.