Montando Claras

Carolina Tena

Todo el servicio, plantado delante de la puerta de entrada de la suntuosa mansión, esperaba la llegada del señor de la casa cuando su figura, inconfundible bajo el gran sombrero y el pulcro uniforme militar, apareció a lomos de su caballo azabache. Traspasada la verja ornamentada que daba acceso a los jardines delanteros, atravesó estos casi al galope, llevado por mil demonios. Al llegar junto a los criados, situados en lo alto de la escalinata, tiró fuerte de las riendas, haciendo frenar abruptamente al animal que, levantando las patas delanteras, dejó escapar un fuerte relincho a modo de queja. La estampa era majestuosa si los sirvientes hubieran podido disfrutar sin preocupación de la misma, pero conocían a su señor y sabían que aquella forma impetuosa de entrar en su propiedad significaba que estaba de muy mal humor. 

Monsieur Bonaparte desmontó del caballo, que todavía se movía nervioso, dando un salto; la talla del corcel no se correspondía con la suya. Quedaban sus piernas a bastante distancia del suelo.  Con semblante furibundo gritó, subiendo los escalones de dos en dos:

—¡Arnaud!

—Sí, monsieur —contestó el mayordomo sumiso, con el estómago encogido, adelantándose un paso a sus subordinados. 

—¡Ordene a Dupré que disponga todo en la cocina como siempre!

—Sí, monsieur.

—¡Y mande llamar a los músicos!

—Sí, monsieur. 

—¿Está mi esposa en casa? 

—No, monsieur.

—¡Por supuesto! ¡Europa sometida a mis pies mientras Francia se burla de mí por culpa de esa libertina! ¡Maldita Josephine!

Cuando llegó arriba, se giró encarándose al servicio:

—¡Descansen y sigan con sus obligaciones!

Los criados, como si de un batallón se tratara, rompieron filas cabizbajos, perdiéndose en el interior de la casa, a fin de retomar sus quehaceres. Excepto Arnaud.

—Monsieur, no creo que pueda reunir a los músicos antes de un par de horas. 

—Cuanto antes, mi querido Arnaud, necesito sosegar el ánimo.

***

Monsieur Bonaparte se colocó de forma ceremonial el delantal, hecho por el cual dirigió la vista en primer lugar al cuarteto de cuerda, atento ya a su señal, sentado en unas sillas dispuestas en un rincón de la cocina, y después al bueno de Dupré, su magnífico chef y amigo, quien había encendido el horno y colocado junto a los huevos el resto de ingredientes de la receta. Ambos cruzaron la mirada, asintiendo con un leve gesto de la cabeza. El señor, entonces, levantó el brazo como un director de orquesta para, alzándolo bruscamente un poco más, arrancar al cuarteto los primeros compases de La tormenta, el tercer movimiento de El verano, de Vivaldi.

En ese momento, tomando un tenedor, dejó de ser el poderoso Napoleón Bonaparte. Su brazo, poseído por la música frenética del gran maestro italiano, empezó a batir las claras de huevo que Dupré le había preparado en varios cuencos. Debía montarlas a punto de nieve: una ardua tarea que le ayudaba a exorcizar sus demonios. Al ritmo de la maravillosa pieza musical, el tenedor giraba dentro del hondo plato, hasta que la acción repetitiva lograba hacer su magia espesando, dando cuerpo a la sustancia resbaladiza y transparente.

Los músicos se afanaban con las notas haciendo vibrar las cuerdas con movimientos precisos y rápidos de sus dedos. Pronto empezaron a sudar debido al esfuerzo físico que exigía la endiablada obra. Sabían, como en otras ocasiones, que debían repetirla tantas veces como hiciera falta hasta que Bonaparte finalizara su misión. Entre tanto, el cocinero añadía a las claras ya subidas el resto de ingredientes para formar la masa de los macarrones, que eran ni más ni menos que el segundo objetivo del despliegue culinario tras el principal, disipar la ansiedad del general. Este, como un autómata, con la vista pérdida en el fondo del recipiente, seguía revolviendo y revolviendo al tiempo que de la frente se escurrían gotas de sudor. Tanto más gruesas eran cuanto mayor era la rabia desatada al arremolinarse en su cabeza imágenes de sus soldados caídos en las últimas contiendas de la bella Josephine disfrutando en camas ajenas de los favores de sus amigos aristócratas y de las burlas de los ingleses hacia su persona. En sus ojos aún no se había desvanecido la ira; no podía evitar pensar que el único que se tomaba en serio era él, mientras el resto de Europa se mofaba a sus espaldas. 

Con el pasar de las horas, el cansancio fue instalándose en su cuerpo hasta alcanzar la extenuación, y logró amansar su orgullo herido. Incapaz de dar una vuelta más a los huevos, soltó el cubierto, tirándolo por los aires. Los músicos dejaron de tocar dando gracias al cielo por haber puesto fin a aquella tortura.

Al poco salió la primera hornada de dulces, e inundó la cocina con su rico aroma. Mientras el general los saboreaba, pensó que Italia sí era una gran nación: ¿quién podría siquiera acercarse a dos glorias como eran los benditos macarrones y Antonio Lucio Vivaldi?