Lava, salitre y picón

Esther Martínez

Dicen que en el mundo hay más de mil quinientos volcanes, de los cuales unos veintitrés están activos. Lo que no nos cuentan es que, en realidad, ahora mismo, hay millones de volcanes erupcionando, cambiando los paisajes de su mundo, y está ocurriendo, en tu ciudad, en tu barrio o, incluso, en tu propia casa. A veces, cuando un volcán entra en actividad no da señales aparentes, a veces, solo hay que estar muy atentos a la sacudida. 

Un día, hace cuatro años, uno de esos volcanes fui yo, y mi abuelo fue el primero en darse cuenta. Ese hombre enjuto y callado, que de niña me llevaba de la mano al Roque de los muchachos, me enseñaba la fila de calderas que dividía mi isla. Tanto azul, tanto verde, tanto negro. Me contaba como en el año 71, el Teneguía escupía entusiasmado lenguas negras y naranjas de piedra incandescente, como se llevó por delante unas salinas, como hoy la tierra es rica y fértil y da el mejor vino de la isla. Me enseñaba que, aunque al principio solo veamos su poder destructivo, los nuevos paisajes que generan los volcanes son cambios positivos y necesarios; son la forma que tiene la tierra y la vida de abrirse paso.

“Somos lava, salitre y picón, meneña”. Mi abuelo, que nunca había salido de su isla bonita, que se había dejado el alma y la espalda trabajando aquella tierra oscura, no tenía más miedo que el de que sus nietos no quisiéramos el pedazo de mundo que lo había visto vivir. 

Rara vez salía del pueblo; los límites de su universo estaban entre el puertillo y la montaña de Jedey.  Si un día tenía que ir a Santa Cruz a hacer algún papeleo, se pasaba la semana anterior renegando entre dientes. No necesitaba más que sus huertas y las partidas en la plaza, el sol, la tierra y el mar. 

Pero mi mayor miedo era no poder ser yo misma, y a los dieciocho compré un billete de avión para recorrer los más de siete mil kilómetros de océano que separaban mi aldea del resto del mundo. Un vacío que me obsesionaba de pequeña, cuando me enseñaron en el colegio el camino de los alisios desde América a La Palma. Siete mil kilómetros de nada azul. Y un 21 de septiembre, cumpliendo los temores de mi abuelo, para no cumplir los míos, me olvidé de mi pequeño pueblo, deslumbrada por la enormidad de un país del tamaño de un continente.  

Y allí me enamoré de las ciudades, de otras formas de vivir, de la literatura americana y de una ingeniera informática italiana llamada Carla. Conseguí una residencia becada como profesora en el King´s College, y alquilamos un pequeño estudio con balcón donde vivir nuestro amor en libertad y en la clandestinidad que me daban aquellos siete mil kilómetros. 

Pero un día me levanté de la cama sintiéndome una cobarde y una traidora. Así que compré dos pasajes de avión y reservé una habitación de hotel. Carla no hizo preguntas; me cogió la mano, me dio un beso y se fue a la habitación a hacer la maleta. 

Durante el vuelo escribí minuciosa una carta a mi abuelo. Carla a ratos dormitaba o leía. La escala en Madrid la demoramos tres días. Aprovechamos para ver El Prado, pasear por el retiro y, sobre todo, para preparar la conversa, tanto tiempo demorada, con mi familia. Estaba nerviosa y aterrada, pero no había vuelta atrás. Había llegado el momento de ampliar los límites de mi mundo a mi propia casa.

Llegadas a La Palma, hospedamos a Carla en un hotel de Santa Cruz, y me dirigí sola a cumplir mi cometido. Durante el camino, estaba tan angustiada que estuve tentada de darme la vuelta y volver a cruzar el Atlántico. Antes de ir a la casa terrera de mis padres, paré en la plaza del pueblo y allí estaba él, más flaco y encorvado, pero con la misma mirada limpia.  Nos fundimos en un abrazo, me limpió las lágrimas con la manga de su camisa, como hacía cuando era pequeña y, esta vez, fui yo quien le llevo de la mano al Roque de los Muchachos. Le tendí la carta que leyó en silencio; cuando terminó, pasó unos minutos callado mirando al vacío azul, verde, negro.

̶ Abuelo…

̶ Meneña… Toda la vida preocupado por que ustedes no olvidaran quienes fuimos… y quizá lo importante es quiénes somos ahora… Quiero conocer a mi nueva nieta.

̶ Pensaba hablar antes con mamá y papá. No sé… Me da miedo su reacción.

̶ Se lo diremos los tres.  ̶ Y el hombre, callado y sobrio, que me cogía la mano de pequeña, la tomó una vez más para quemar en el fuego de mi propio cuerpo mi mayor temor. Y gracias a él y junto a él, volví a ser lava y salitre. Fui yo misma sin silencios, sin mentiras y fui más rica y fértil como la tierra del Teneguía. Libre y feliz donde más difícil lo creía: en su mundo, en el mío.

Hoy, cuatro años después, el cuerpo de mi abuelo yace bajo un manto de tierra negra cerca del mar y a los pies del Jedey. Hoy y siempre él también es lava, salitre y picón.