La letra es muy pequeña

Juan José Gilabert

«He Mentido. Sí. ¿Y qué? Los jueces no procuran justicia: solo buscan culpables», se dijo Marta al salir de la sala.

Su abogado se quedó dentro, saludando a un colega. Por su parte, todo terminó allí; él lo vio cristalino. Marta recorrió el pasillo del juzgado. Se acercó a la máquina de agua y se sirvió un vaso. Tenía calor. Se desabrochó dos botones de la blusa; dejó caer el crucifijo de su madre en su pecho y se recogió el pelo. No soportaba un cuello ceñido, pero sabía que debía parecer recatada durante el juicio. Suspiró aliviada. Como mucho, la inhabilitarían cuatro años de su plaza de enfermera. «Podrías sacarte una carrera», le hubieran dicho sus padres si aún estuvieran vivos. 

No se dio cuenta: la pareja que la había denunciado estaba pendiente de todos sus gestos. La mujer, con cabello largo y descuidado, se mordía las uñas; solo entonces dejaba de temblarle la mano, mientras apoyaba la cabeza sobre el pecho de su marido. Dos caras consumidas hasta el hueso y ojos en carne viva.  Marta no se planteó pedirles perdón: sería como reconocerse culpable. Se dirigió a la salida y empujó la puerta con soberbia, hacia su libertad, queriendo reivindicar su «inocencia». Pero el sol le dio de lleno en la cara; la hizo ver estrellas de colores, como cuando jugaba de pequeña a mirar el gran amarillo. Se colocó sus Ray Ban y volvió a la realidad: nadie la esperaba para abuchearla. No había pancartas; no era noticia: la parte denunciante no quiso mediatizar el juicio. Incluso puede… Sí, se sintió doblemente aliviada. «Bendito COVID», pensó; nadie la reconocía con gafas de sol y con mascarilla. Ladeó la cabeza y saludó al guardia de la entrada, un buen tipo que, antes de entrar, le convidó un cigarrillo. Fumaba negro y se agarraba el cinturón con la mano izquierda. Su perro había muerto el día anterior, según le contó para tranquilizarla esa mañana. «¿Quién tiene la culpa?», pensó ella. Aún se lo veía afectado, como un niño.

Cruzó la calle en hora punta, sonando el timbre de la escuela de enfrente. Los niños salieron efervescentes en busca de sus padres, como una marea de espuma; vocecitas chillonas vestidas con todos los colores posibles. No se vio capaz de caminar entre ellos. No sabía cuándo lograría hacerlo. Tuvo que sentarse de espaldas al colegio, en un banco a la sombra. Tenía calor, mucho calor. 

La gran vidriera negra de la fachada del Juzgado de lo Penal número 1 dibujaba la silueta de ella sentada al lado de un gran árbol, y todos aquellos niños pasaban por detrás, de la mano de sus padres. «Fue un accidente», se repetía Marta para soportar sus vocecillas. La calle se inundó de pequeños demonios; no tenía escapatoria. «Papa, pupa», le pareció oír. Se giró sobresaltada, y solo vio una niña de grandes ojos, que no la perdía de vista mientras pegaba saltos camino de casa. Rápido, agachó la cabeza y miró de reojo a la calzada para distraerse con los coches. «La letra es muy pequeña, muy pequeña…», se repetía, conforme lo había dicho en el juicio.

A lo lejos, un guardia daba paso a los peatones. Alguna de las madres caminaba mirando el móvil. «¿No es eso una irresponsabilidad? Todo el mundo mira Facebook en el trabajo. A los niños pequeños les suele impresionar la aguja del gotero… La letra es muy pequeña, muy pequeña…», se repetía.

«Papa, pupa», le pareció volver a oír. «El turno de noche es el peor. Los padres se ponen pesados. ¿Cómo iba a pensar yo que estaban en lo cierto? Las bolsas de suero son casi iguales: la letra de la etiqueta es muy pequeña, muy pequeña…». La cabeza le iba a estallar cuando una imagen apareció borrosa: aquellas notificaciones por abrir, entremezcladas con la aguja que penetraba en la vía, y no en la bolsa del suero. Como si se tratara de un adulto. La subida de glucosa reventó aquella cabecita, mientras la niña decía: «Papa, pupa. Papa, pupa…». En la fachada acristalada del juzgado, la silueta de Marta cayó sobre el banco. El brazo colgaba hasta el suelo. Su mano se abrió lacia, y la sangre fluyó aliviando su dolor.