La vida de Gregorio

Sandy Manrique

Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, se encontró en su cama convertido en holograma. No sentía sus pies en el colchón ni sus manos tirando de las sábanas, todo él flotaba.

 

Estiró los brazos y agitó las manos frente a sus ojos, pero al tratar de tocarse sentía el vacío . Era curioso ver sus extremidades en tres dimensiones, pero notó que si miraba con cuidado podía encontrar pequeñas imperfecciones en su imagen. Como en lienzos de pinturas antiguas, había cuarteaduras.

 

Algo había sucedido y ahora su cuerpo estaba convertido en aquello que había perseguido durante años en sus experimentos: hologramas que parecieran copias reales de personas. Lo extraño es que estuviese sucediendo y precisamente a él. ¿Quién le había hecho esto? ¿Por qué motivo?

 

Cuando llegó el mediodía terminó de comprobar que el suyo había dejado de ser un organismo real,  no sentía ni  hambre ni sed.  Se miró en el espejo y estuvo observándose durante largo rato, asombrado por la tecnología capaz de generar una representación tan nítida, diría de un 95 por ciento de pureza.

 

Miró sus ojos bajos, sus ojeras de científico,  su boca abierta en total desconcierto. Se preguntó si él mismo había podido ocasionarse esto, si tendría que ver la exposición excesiva a medios electrónicos y la conexión permanente a la red.

 

Su cuerpo de partículas eléctricas regresó a la cama. Tomar tiempo para pensar era parte de su rutina. Luego de analizar todas las posibles respuestas a su predicamento,  comprobó que su voz sonaba igual. Accedió a sus cuentas bancarias, nada parecía haber cambiado. Esto era conveniente, con ello podía hacer llamadas y ser auxiliado por asistentes electrónicos.

 

Pensó en su familia. Hacía meses,  quizá años, que no tenía contacto con sus padres. Todos, incluido él, estaban embebidos en proyectos laborales. Su madre, que no parecía haber envejecido en lo absoluto, respondió la videollamada, estaba en su clase de yoga.  “¿Te pasa algo, Gregorio? Arréglate, te ves descompuesto”.

 

Él  colgó y sin premura llamó a su padre. La secretaria con  voz robótica le dijo que estaba en una junta de negocios importante, que llamara más tarde. Gregorio intentó contactarlo en el celular. Timbrazos de teléfono que se sumieron en el vacío y  terminaron en el buzón.

 

A su mente llegó el momento en que, lleno de gozo, el niño Gregorio enseñó a su padre su primera pintura, una candorosa interpretación de la naturaleza, lo único real era la  imagen de sí mismo junto a mamá y papá. Su padre estibó la creación bajo un cerro de pendientes de oficina  en el estudio de la casa. Lo único que le comentó fue “No necesitas a tus padres. Debes trabajar duro, disciplinarte”.

 

Gregorio se preguntaba en dónde estaba él en realidad.  Ahora que no tenía necesidades fisiológicas podría ser una representación perfecta de productividad.  Ayudado por la tecnología podría hacer cosas con su mente,  seguir trabajando, su cuerpo ya no era una distracción.  ¿Era eso mejor?  ¿Ser rentable sin más?

 

El teléfono vibró. Con el comando de voz Gregorio aceptó la videollamada. “¡Qué milagro, hijo! Me imagino que ya notaste el cambio”. Gregorio no entiende nada. Antes de colgar, se ha enterado que fue su padre quien invirtió parte de sus ahorros para crear a una mejor versión de Gregorio, una versión que está a kilómetros de distancia del holograma en el que el Gregorio original se ha convertido.

 

Se ve a sí mismo en un video paseando en yate con su padre. Es entonces cuando Gregorio desconoce el rugido de dolor que sale de sí mismo. Se convulsiona y cae al suelo. Su holograma termina fundiéndose con los rayos de luz colados en su casa deambulando hacia el olvido.