Sueño
Thelma Moore
—Mi Señor, mi Señor, despierte vuestra merced, que por gracia de Dios en el cénit se encuentra el sol.
—¡Ay! Sancho, mi fiel escudero, siempre alerta a remediar la mucha necesidad de este cansado cuerpo de caballero andante, del que habéis substraído a tiempo de una pesadilla horrenda.
—Mi Señor, si escuchar a vos lo pudiese auxiliar para deshacerle ese malhadado sueño que según mi constancia lo estaba haciendo desvariar, dispuesto estoy a posarme a vuestro lado y ser todo oídos a la historia, si me la queréis contar.
—Del infame sueño, Sancho, he colegido el haber estado en una tierra habitada por gigantes, a los cuales nunca hemos divisado más grandes, ni más veloces, ni más extraños. Tan así que non pude detener el miedo ni las ganas avergonzadas de fuir en primer orden.
>Caminaba yo con mi fiel Rocinante en un camino montañoso parecido a la sierra Ministra, ni cómo ir de galope y aprisa. Por difícil, el sendero ocupaba toda nuestra atención, mientras, el sol se inclinaba en el horizonte avisándonos de su abandono. Una vez habiendo pasado el peligro de desbarrancamiento pude levantar la vista. ¿Recordáis Sancho aquellos gigantes contra los que luchamos en nuestra primera aventura?
—Sí, Señor, bien que me acuerdo, vos salisteis herido de esa batalla.
—Pues ante mis ojos se encontraba un ejército de gigantes tan altos que os juro, llegaban al cielo. He ahí la causa de mi desazón, mi juramento como caballero desfacedor de agravios y sin razones, y de enfrentar cualquier adversidad sin importar las consecuencias, me apremió a enfrentarme con esos colosos, pero el movimiento de sus brazos no nos han dejado acercarnos a ellos, tal era la fuerza del viento que generaban. Como ninguna damisela, ni princesa, ni ser humano alguno se encontraban cerca o en peligro, decidí regresar para descender. Rocinante no pisaba el suelo cuando se percató que nos retirábamos e íbamos descendiendo hacia el amplio y verde valle.
—Mi Señor, no habría razón de sentirse mal ante una lucha tan desigual y sin ningún nudo que desanudar.
—Así pareciere, Sancho. Empecé a temer que fuese un mundo sin almas. Como si Dios se hubiere enterado de mis pensamientos, las campanadas de un convento alegraron mis oídos. Seguramente, como caballero andante que soy me acogerían, pensé; oteé esperanzado el horizonte sin distinguir cúpula alguna.
>Pasamos largos tramos de sembradíos y de pronto, divisé otro gigante a lo lejos, se movía y ahumaba el aire resoplando por la cabeza. Parecían sus pies dos grandes aros negros que daban vueltas para moverse. ¡Qué gigante tan extraño! Lo único que hacía era luchar contra la tierra, rugir y atragantarse con el trigo. De tan entretenida tarea no lo quise distraer y usé mi mejor juicio para recordar a mi dulce Señora, Doña Dulcinea de Toboso, pensando así paliar el hambre que molestaba a mis tripas ya las de mi valeroso rocín.
—Señor, pero con seguridad habría alguna alma piadosa en esos lares de Dios que le pluguiese auxiliarlo en su noble tarea de caballero andante, salvador de los menesterosos o menesterosas, que han menester su favor y ayuda.
—No, Sancho, Dios tuvo a bien toparme en el camino con un frondoso árbol de alcornoque que, en su momento se podría convertir en mi gigante defensor (por así decir), por su descomunal tamaño, al esconderme en él.
>Dejé libre a Rocinante, él si llenó la tripa con algo de pasto, mientras que a mí, muerto de hambre y con gran fatiga, sólo me restó hacer a un lado la brida, la adarga, el corselete y la lanza, y dormir bajo la luz de la luna.
—Entonces mi Señor, cuando llegué a buscarlo a su casa y lo desperté…
—Concentrado estaba en salir de ese mundo de gigantes, cuando descubrí otro coloso, pero esta desdichada visión fue en el cielo. Parecía un enorme pájaro de metal, echando humo por la cola y rugiendo muy fuerte.
—En tal virtud, despertarme ha sido el mayor despliegue de cuidado que me habéis brindado. Gracias, mi afanoso y fiel escudero.