Calma y tempestad

Juan de Obeso

Desperté a primera hora de la mañana, con el suave balanceo del mar. Me levanté, me vestí y salí de mi camarote. En la cubierta, el aire era cálido y tierno. Saqué mi pipa, la cebé con tabaco y comencé a fumar. La brisa del mar elevaba el humo en volutas caprichosas; cormoranes y gaviotas jugaban a lo lejos con el viento. El sol brillaba; el cielo era de un color azul intenso: todo bailaba, en movimiento, todo acunado por las dulces olas del mar.

Todo parecía funcionar correctamente. La tripulación iba de aquí para allá, entretenida en sus tareas. Tan solo el capitán parecía ser la nota discordante en la agradable melodía. Tenía en la cara una expresión agria. Durante todo el día fui incapaz de sonsacarle qué era aquello que lo inquietaba. La jornada transcurrió sin sobresaltos. Comprobábamos la carga, revisábamos el velamen, calculábamos la ruta. Tan solo al final de la tarde, el capitán me hizo llamar a sus aposentos. Me confesó lo que había estado temiendo durante todo el día: la noche amenazaba tormenta. El capitán intentó tranquilizarme. Yo nunca había experimentado una tormenta en alta mar. Preocupado, me retiré a mi camarote. Renuncié a intentar dormir: estaba demasiado nervioso. Sentado en la litera y con los brazos cruzados, me quedé mirando la lámpara, que colgaba del techo. Permanecí largo tiempo en aquella posición, observando cómo la lámpara se balanceaba. Todo el camarote oscilaba suavemente.  Poco a poco, el balanceo de la lámpara fue volviéndose más intenso, y empecé a escuchar como el viento silbaba sobre cubierta. Las olas comenzaron a golpear con más fuerza en los costados. El movimiento del navío crecía por momentos: cada vez más rápido, más potente, más enérgico. El camarote se sacudía y temblaba, la madera del barco crujía, la lámpara se agitaba furiosa. Un tintero se derramó sobre mi escritorio. Apagué la lámpara por miedo a que golpeara una de las paredes y provocara un incendio. Nadie daba la voz de alarma. No pude soportarlo más. La tormenta había comenzado.

Bajé corriendo a la batería para dar la voz de alarma. Abrí la puerta con estruendo y vi a la tripulación acostada mientras el infierno empezaba a abrirse en el exterior. Todos estaban despiertos, agarrados con fuerza a las hamacas para no caerse por el intenso oleaje. Sus ojos, abiertos y encendidos, brillaban blancos en la oscuridad de la cámara. Estaban muertos de miedo; nadie se había atrevido a moverse en toda la noche. Tañí con fuerza la campana, y todos saltaron de sus hamacas; como accionados por un resorte, comenzaron a trabajar, sin necesidad de una orden. El capitán ordenó levar anclas: el barco tendría que aguantar la tormenta a la deriva. Era nuestra única esperanza. El barco se infestó de una actividad febril: marineros que corrían de un lado para otro, gritándose, insultándose, vociferando maldiciones; amarras que se soltaban con un chasquido, velas rotas, desgarradas, ondeando al viento; caras desencajadas de horror que solo podía contemplar en los estallidos de luz de los relámpagos. Lo peor llegó en las primeras luces del alba. La claridad apenas era visible en medio del huracán que nos rodeaba.  La tormenta me escupía a la cara la espesa espuma; los ojos me escocían de la sal del mar. Con una mano intentaba protegerme el rostro; con la otra tenía que agarrarme para no salir despedido. Caminaba medio ciego por el barco, en medio de un caos innombrable, insufrible; torpemente trataba de adivinar dónde estaba y para qué podría ser útil.  La marabunta de la tripulación correteaba de un lado a otro a mi alrededor. Las olas rizaban sus crestas monstruosas sobre nosotros, alzándose majestuosas, brillantes, feroces; estallaban contra la cubierta del navío con un estruendo ensordecedor que hacía temblar el barco bajo nuestros pies, como si una bestia cruel con un hambre atroz estuviera tratando de devorar su presa. Era una furia desatada, naturaleza primigenia que reclamaba lo que era suyo, ímpetu frío e inhumano de un leviatán terrible. El viento acabó por arrancar el palo mayor. También recuerdo ver salir volando el castillo de proa. El barco terminó por agrietarse como si estuviera hecho de porcelana. La carga en su interior se soltó y golpeó los costados, hasta que el barco se derrumbó en pedazos. Fue el final del Príncipe de Asturias.

Caí al mar. Conseguí agarrarme a un cajón, parte de la carga que transportábamos. Era lo suficientemente grande como para mantenerse a flote. No pensaba en nada, no sentía nada. Yo dejé de ser yo; me convertí en un animal sin conciencia: una lapa, un molusco, una criatura desesperada, aterida,  casi inerte, aferrada con todas sus fuerzas a su única salvación. Tenía los ojos cerrados y la mejilla presionada contra la madera. Paso el tiempo; el viento comenzó a amainar. Alcé la vista y pude contemplar el desastre que se desplegaba a mi alrededor: restos del navío de desperdigaban por doquier en una diáspora funesta, mecidos por la marea que iba tímidamente replegándose: listones de madera, velamen retorcido y estrujado entre las cuerdas; el mascarón de proa, restos del timón, del casco, de la carga… Todo en movimiento, bailando, arrullado por el compás de un mar a cada instante más sereno y más tranquilo, brillando bajo el sol de la mañana. El cielo era azul y claro y muy hermoso. Al fin, la calma. La tormenta se había marchado.