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Zora 83 | Roy Carvajal

Los pies metálicos de Zora-83 rechinaban por los corredores reflejantes de Mecatronia, un laberinto interminable de acero pulido, entre engranajes sincronizados, entre tubos de goma sibilantes de vapor, entre calderas con metal derretido, entre drones revoloteando como avispas modeladas en titanio. El metal gobernaba la ciudad. Las fábricas que se alzaban a lo lejos entre virutas brillantes, martillaban con precisión. A medida que Zora-83 avanzaba, cosquilleos eléctricos perturbaban su sistema. La corrupción avanzaba en las formas curvilíneas de su cuerpo de metal, esculpido tal y como lo quisieron los ingenieros. El ruido del entorno desconfiguraba los circuitos de sus tímpanos, prodigios cibernéticos que aplastaban lo poco que le quedaba de masa cerebral.

Zora-83 era incapaz de ignorar la creciente sensación de deterioro. Retumbos de engranajes asincrónicos revelaban una sombra de su pasado. Emociones que no debían estar en su base de datos comenzaron a irrigar su sistema.

Después de un largo trecho llegó al colosal edificio de la Terminal de Reinicio. El crepúsculo iluminaba dorados los vidrios esmerilados, incrustados entre columnas de acero amartilladas con patrones ornamentales.

Los androides obreros de Mecatronia tenían acceso a las terminales para regenerarse. Zora-83 ejecutaría un reinicio, actualizaría su firmware, efectuaría una desconexión. Sin embargo, las líneas esbeltas de Zora-83 ya eran antiguas. Su trabajo rutinario en la fundición dejaba ver signos de óxido en su piel de aleación. Sería catalogada como obsoleta y la enviarían de inmediato a las calderas. Atravesar el umbral de la Terminal de Reinicio significaría su desaparición, y, tras un impulso cerebral, se abrieron las enormes puertas corredizas.

Entró a una sala de luz blanca, revestida con placas de metal grueso, con remaches, con soldaduras, con cientos de monitores y cables serpenteando fuera de las paredes. Tomó asiento en una gran silla hidráulica que se ajustó a la forma de su cuerpo. Los cables automatizados se conectaron obedeciendo los algoritmos que irradiaron de Zora-83. Sus sensores comenzaron a captar sombras suaves, sombras que silbaban, sombras de canciones infantiles. Algo se desajustaba, como si el orden se hubiera perdido entre las ondas sonoras. Escuchó un siseo, un hombre cantaba una melodía que no debería estar ahí. Su sistema se recalentó y tras un corto circuito que iluminó el aposento de azul, se desmayó.

 

—Ochenta y tres años más de vida fue lo que te dictaminó el ingeniero, Zoraida, antes de que firmaras el contrato que te convertiría en androide. Tus recuerdos fueron almacenados en ordenadores, que, a lo largo de las décadas, evolucionaron a chips de memoria biológica. Eres de los pocos androides que conservan vestigios de su cuerpo anterior. Los recuerdos de tu esposo y de tus hijos aplastados entre los restos del auto, fueron eliminados de tu mente, Zoraida. Sobreviviste, y el gobierno de Mecatronia invirtió en tu recuperación, mano de obra leal y barata. Zoraida… Zoraida… ¡despierta!

 

Abrió los ojos y los diafragmas de sus pupilas se adaptaron a la luz. Se sintió lenta y torpe. La terminal parecía deformarse en su procesador mental. Intentaba racionalizar lo irreal. Trató de reiniciarse, pero fracasó.

El androide que le habló durante su desmayo, tenía cuerpo de mujer, piel de carne, facciones de hueso, un androide antiguo, biológico, un recuerdo olvidado de una época donde lo perecedero tenía importancia. 

La voz femenina del androide antiguo resonó de nuevo en su mente, como si la conociera: 

 

—Eres la falla y la fluidez, la fractura y la forma, la fobia y la fantasía.

 

Zora-83 intentó desconectarse, pero sus brazos cibernéticos no respondieron. El fallo en  su sistema fue absoluto, experimentó el colapso interno, la revelación de que nunca tuvo control sobre su destino. La terminal definió la falla en los monitores: no es anomalía, es herejía. 

 

—Eres la que se ha perdido en la lógica —concluyó el androide antiguo.

 

Zora-83 dejó de luchar dejando que los retumbos metálicos, los golpes de martillo y los zumbidos de los drones aplastaran los vestigios de su cerebro. 

En el último destello de consciencia, sintió el abrazo cálido de su esposo, susurrándole una melodía al oído, y vio la sonrisa de sus hijos, y se sintió imperfecta, y se sintió completa, y volvió a ser humana ochenta y tres años después.

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