Yonquis

Roy Carvajal

La pestilencia del gueto mezcla el aire húmedo y bochornoso. La cloaca abierta en diversos tramos del río, deja correr espesa el agua. Al final del callejón, un autobús oxidado con las ventanas rotas y estructura carcomida es el hogar de James. Convive con otros que se congregan en su ritual vespertino. Con movimientos torpes y gritos ahogados, se inyectan encima de los hematomas. Sobre los resortes en los tubos de los asientos, unos queman sus labios aspirando hasta la última bocanada del papel aluminio. Otros yacen en el piso lleno de basura, entre ratas que les comen los dedos.

James sale de su comuna oxidada por la puerta del chofer. Rasca impaciente sus brazos largos y amoratados que sobresalen de su camisa raída. Camina con la mirada amarillenta, sujetándose los jeans con una correa de goma, un espectro entre los espectros. Espera que esta sea su última punzada. No tiene más lugar en las venas. Sabe que su cuerpo no resistirá. 

Avanza hacia el río entre callejones abandonados. El poniente baña las ventanas rotas de los edificios. Apenas iluminadas por el crepúsculo, las inscripciones en aerosol negro entrelazan el desahogo de sus autores: «Sweet dreams», «¡Anarchy!», «¡We are ghosts!». Las paredes de ladrillo de las fábricas le recuerdan su miseria al arrastrar cada paso. El sol desciende lento y enfría la tarde. La droga bulle por sus venas. Llega a la acera de adoquines al borde del río y se detiene. Contempla la luz cambiante y siente una extraña paz, como si el mundo le ofreciera una tregua.

Las luces del crepúsculo evocan los colores del arco iris. El río se colma de estrellas líquidas, fluyen bajo un cielo de pajarillos distorsionados y el sol se funde con la luna de caleidoscopios. El tiempo pasa lento y las voces susurrantes le conectan al Universo.

Luces de faroles parpadeantes dejan la ciudad en penumbra. Las sombras se extienden, retorcidas, con vida propia. James baja por la acera y cae entre un lodazal y matorrales. Encuentra el puente de roca, el lugar que fue el refugio de los dos, bajo el que vivió con su amada, antes de las adicciones.

El sol se esconde tras un resplandor que se funde con el cuarto menguante.

—Aún vives aquí, Emily.

Una figura femenina, ominosa y serena emerge de la penumbra. Sus ojos purpúreos se clavan en los de él.

—James —dice la mujer—. Vine a acompañarte en tu viaje.

La mira, entusiasmado por hacerle el amor bajo el puente, como cuando eran unos chicos.

Siente los dedos fríos tomar su mano huesuda y colocarla entre sus pechos. En su viaje, siente el sabor dulce de sus senos. Percibe el dolor desvaneciéndose con el trino de los gorriones.

—Soy la luz que siempre buscaste —respondió ella—. Soy la paz que anhelas. Ven conmigo, James. Deja atrás tu sufrimiento.

Media luna asciende majestuosa. El tiempo avanza frenético. El río de estrellas ilumina a James que  se levanta y grita:

—La he cagado, Emily. ¿Recuerdas a los de primaria a los que les reventé los dientes? Me expulsaron por golpearle la cara a esa maldita profesora… ¡la he cagado con el autobús de la fábrica! Y con mi madre, que no manejara así, ¡wasted!… y contigo, Emily… ¡fuck my life!

La sangre brota copiosa de sus nudillos. Le da al muro rocoso tratando de golpear a la mujer. El puente cimbra. Una y otra vez. Se rasca la piel amarillenta y podrida. Las manos ensangrentadas buscan entre sus cicatrices algún lugar que le propicie la libertad anhelada. Saca la jeringa. Ata la goma con sus escasos dientes y suelta. Presiona el émbolo. 

Ella lo mira con ternura y lo toma de la mano. Caminan juntos hacia la ribera del río estrellado. A cada paso que da, James siente que la oscuridad se disuelve en el agua clara. La mira, y con sus ojos desorbitados  le refleja gratitud. Sin miedo, da un paso hacia adelante. 

Otro más. 

Y otro. 

Siente su cuerpo ligero, un pajarillo flotando libre en la corriente luminosa. Mira por un instante el cielo oscuro. Emily se apaga en un resplandor púrpura. 

James se sumerge.