Volver a nacer

Uriel Arechiga

Volver a nacer. Sé que esto es un cliché pero, hasta que no les ha sucedido un percance en un avión, como me acaba de suceder, no creo que hayan entendido el verdadero sentido de esta frase.

Abordé el vuelo de Guadalajara al aeropuerto de Toluca ya tarde por la noche después de un día lleno de juntas que no resolvieron nada con el cliente. Venía hasta el gorro de cansado, harto y, por si fuera poco, creo que la azafata que me tocó me la ganaba. Nunca he sabido cómo tratarlas; antes les decían aeromozas, lo cual es claramente despectivo porque, en realidad, son asistentes de vuelo, personal capacitado para manejar cualquier incidente en vuelo y atender a los pasajeros (solamente que ocupan la mayor parte de su tiempo haciendo demostraciones y sirviendo bebidas de cortesía, por lo cual creo que, en su opinión, creen tener bastante justificación para maltratar a uno). Bueno, pero me estoy saliendo del tema. La asistente de vuelo que les digo tenía más bigote que yo y se dejaba ver que ocupaba su tiempo libre haciendo crossfit porque estaba remamada.

Todo parecía normal: el abordaje, el despegue, y pronto ya estábamos volando al estado de México cuando de repente, escuché cómo se incrementaba el sonido de las turbinas. El avión vibró y, unos segundos después, hubo un destello en el exterior, y el avión se sacudió de mala manera.

Un señor exclamó: “¡Explotó el motor!”. Y una señora menudita al otro lado del pasillo, mirando al cielo y alzando los brazos. gritó: “¡¡Dios mío, ¿por qué a nosotros?!! Ahí comenzó todo el desmadre: gritos, pitidos de alarma, plegarias, las azafatas frenéticas tratando de quitar del camino los estúpidos carritos de servicio y el avión bamboleándose.

Siempre me ha gustado decir que, cuando me llegue la hora de irme, quiero hacerlo sin miedo, en paz porque he vivido bien y no me ha faltado nada; pensé en mi esposa, mis hijas y mis padres, la vida que había llevado en lo personal y profesional y me lo replanteé: ¿estaba listo para enfrentar a mi Creador?  Por un lado, me di cuenta de que estaba a punto de saber la respuesta a la última, gran y más importante pregunta de todas: ¿qué iba a pasar cuando me muriera? ¿Hay una vida más allá o nada; nada y punto final? Y, por el otro, me di cuenta de que no estaba listo para morir; tenía una larga lista de cosas por ver o hacer: conocer a mis nietos, ser testigo de la producción en masa de autos voladores, disfrutar más a mi esposa… ¡Viajar! Por ejemplo, me dieron otra vez ganas de ir a Praga (nunca había estado ahí, pero ya me habían dado ganas antes).  

Mil cosas pasaron por mi mente. Mientras que en un segundo plano veía a los pasajeros gritando, parándose y abrazándose, se escuchaba un sonido agudo que se incrementaba hasta adquirir grandes proporciones. Era un sonido raro, mitad sirena de ambulancia y mitad una nota aguda de las que alcanza una soprano gorda al final de un aria de ópera

El bofetón de la azafata gorilona cortó el sonido y me sacó del trance para darme cuenta de que el horrible sonido había estado saliendo de mi garganta. Por paradójico que pareciera, ahí sí me quise morir.  

El avión regresó a Guadalajara, con prioridad para aterrizar, y todo salió bien. Abordamos otra unidad; yo fingí que no me dolía el cachete hinchado y que los demás pasajeros no me habían escuchado. Ellos fingieron que no se me quedaban viendo toda la eterna hora que duró el segundo regreso a casa.

Me atrevo a compartirles esto porque ya saben que conmigo no se sabe si estoy diciendo la verdad o contando un cuento…

(Claro está, a menos que hayan venido en el mismo vuelo).