Vivencias no declaradas

Hipólito Barrero

La abuela tenía un pequeño baúl cerrado con llave. Nunca lo abría delante de nosotros.  Decía que eran cosas suyas, sin importancia.

      De niños especulábamos sobre el contenido del baúl. ¿Tendría dinero guardado, cartas, diarios personales, cosas de valor…? Ella siempre respondía no a todas nuestras preguntas. «No insistáis —nos aconsejaba—, no os lo voy a decir». Era muy graciosa y gastaba bromas con lo que podía haber en el cofre: «narices de payaso y uñas de bruja» —nos decía poniendo ojos y voz de misterio.

      Este invierno mi abuela contrajo una gripe muy fuerte y murió. El fin de semana después de su fallecimiento fui con mis hermanos y mis padres a su casa. Queríamos echar un vistazo para decidir qué hacer con sus cosas. Vivía sola porque mi abuelo había muerto hacía ocho años.

      Cuando vimos el baúl se nos dibujó a todos en la cara una sonrisa pícara y cómplice. ¡Por fin íbamos a conocer los secretos de la abuela guardados en el baúl cual cofre del tesoro! La llave estaba en el cajón de la mesita de noche. Fue mi madre, su hija, quien lo abrió despacito, como si se tratara de un ceremonial. 

      El baúl contenía un abanico muy decorado, una barra de labios, un reloj de pulsera bonito pero de poco valor, algo de dinero (treinta euros), un puñado de cartas sujetas con una cinta de goma, un carrete de fotos y tres tabletas de chocolate, una de ellas empezada. Estos eran sus tesoros. Lo que más nos llamó la atención fueron las tabletas de chocolate. Entre ellas había un papel escrito a mano que decía: «De tu admirador Manolo, el de la tienda». El médico había prohibido los dulces a mi abuela y ella comía chocolate a escondidas.

      Las cartas que había en el cofre eran de mi abuelo, siendo novios, de cuando hacía el servicio militar a muchos kilómetros de distancia. Cartas de amor muy emotivas. Nos llamó la atención que en todas las cartas ponía la misma postdata: «Ten cuidado con las internas». ¿Qué significaba esto? ¿Quiénes eran las internas? ¿Vivía en una residencia estudiantil?. Entonces nos fijamos bien. Las cartas iban dirigidas a nombre de mi abuela, evidente, pero la dirección era Cárcel de mujeres. Nos quedamos mirándonos los unos a los otros sin decir palabra. ¿La abuela había estado en la cárcel? ¿Cuándo ¿Por qué? Mi madre no sabía nada. ¿Fue, acaso, una revolucionaria estudiantil? ¿Atropelló a alguien con el coche y se dio a la fuga sin prestar ayuda, por miedo? Qué sé yo.

      Del contenido del baúl, mamá se quedó con el abanico, el reloj y las cartas. El dinero lo repartió dándonos diez euros a cada uno de los tres hermanos.

      El carrete de fotos lo llevamos a revelar a un estudio de fotografía. Pasados dos días fuimos todos juntos, mis padres, mis hermanos y yo, a buscar las fotos en papel. No queríamos perder ni un minuto más sin descifrar el posible secreto de la abuela.

      El empleado de la tienda nos informó que sólo había podido rescatar tres fotografías. Allí mismo nos lanzamos los cinco a mirar las fotos. En una estaba con el abuelo, ¡qué guapos!, en otra con su madre vestida de cocinera. La tercera era un grupo de jóvenes, algunos disfrazados de payasos, delante de una fachada donde ponía «Cárcel de mujeres». Reconocimos enseguida a la abuela en el grupo y mamá se fijó en una de las chicas, Rosita, a la que conoce desde hace años por ser amiga de la abuela. Mantiene los mismos rasgos, ojos y boca, de cuando se hicieron esta foto. 

      Mi madre habló con la amiga de la abuela, Rosita, con la que se encontraba a veces comprando en el supermercado, para enseñarle la foto. Ella tenía la misma foto. Era de cuando tenían un grupo de animación con los amigos que actuaban en fiestas de cumpleaños y otras. Respecto a que el abuelo le escribiera poniendo la dirección de la cárcel, aclaró que era porque la abuela vivió durante un año en un edificio anexo a la prisión porque su madre fue la cocinera del centro penitenciario hasta que abrió su propio restaurante.