Viejo, como yo
Ignacio Ferreras
Camino entre las verdes copas de los árboles y no puedo evitar pensar que el mundo es viejo, como yo. No es por las arrugas que emergen en mi piel como emergen las raíces de los árboles a través del suelo, ni es por las blancas canas que entristecen mi cabello como las nubes entristecen el cielo que peina esta vereda. Ni tan siquiera es por las flores que comienzan a marchitarse anunciando la llegada del otoño como la fecha del calendario anuncia, inevitable, el otoño de mi vida. No. No es por nada que se pueda ver de manera superficial. Es por ese canto leve que nos abriga y que mece el silencio de nuestros días.
Por eso me gusta venir aquí y recorrer las sendas entre los árboles, escuchando la música del mundo en el ulular del viento entre las ramas, en el trino de los pájaros y en el rumor del río al acercarme a la rivera. Y no puedo evitar sentir cierta envidia. El olor de los pinos y de la tierra húmeda me devuelve a la nostalgia de un recuerdo en el que éramos dos quienes paseábamos por estos mismos derroteros, envueltos en conversaciones azarosas que esbozaban tiempos hoy ya vividos. Y ojalá me preguntaran hoy por esos mismos esbozos; hoy, que he sobrevivido a los vientos que me han empujado y me han frenado, que he escuchado el gorjeo de mil ruiseñores y que he remado río abajo y río arriba los regatos de una vida. Ojalá alguien se pare en silencio a escuchar mi canto como yo escucho el sonido del mundo.
Y, aun así, reconozco que no tengo derecho a sentirme desdichada en los estertores de mi vida. Mis huesos se duelen en quejidos lastimeros que recuerdan la fatiga del tiempo, pero aún conservan cierto orgullo para traerme cada mañana a pasear por las veredas. Y, si mis manos cansadas tiemblan caprichosas cuando menos lo espero, solo tengo que entrenar mi paciencia para aceptar la lentitud e imprecisión de los gestos fatuos que concatenan los días. Cuando el rojizo atardecer se filtra por los balcones de esta casa, tiñe de bermellón las lecturas de la tarde y trae consigo la visita de mis hijos. Esto es lo que espero cada día: el momento en que tengo a los dos, por unos minutos, sentados en este salón, en el que otro tiempo corrieron, gritaron, rieron y crecieron. Pero hoy todos esos sonidos pretéritos se camuflan tras un velo de silencio. Y no es que no hablemos y riamos (que lo hacemos): es que se ha instaurado entre nosotros una especie de pacto tácito por el cual ellos no me cuentan sus problemas, para no preocuparme, y yo no les cuento mis miedos, para no enturbiarlos.
Pero algunos días traen sus ojos llenos de quebranto y leo en estos los mismos pesares que leí en los ojos de su padre, y no puedo evitar romper nuestro pacto callado pensando en poder ayudarlos. Entonces, comprendo que los tiempos mutan, pero la esencia del espíritu permanece inalterable: sus mismos miedos los vivimos nosotros antes y sus penas las lloramos ya. Quizá por eso me enojo tanto al percibir que me oyen, pero no me escuchan, y que tratan de callarme como si fuera tonta o como si siempre hubiese sido vieja. Y, en esos días, la impotencia me incendia y rujo como un volcán ardiente y, aunque evito escupir mi lava y que la colada cubra la entrada de esta casa, bien sabe Dios que por días continuaré en erupción.
Otros días, sin embargo, soy yo quien se inunda de miedos y de duelos, y mis lágrimas contenidas desbordan mis barreras, anegando todo lo que encuentran a su paso. Pero me abrigo en el silencio y, no sin esfuerzo, logro cobijar en mí el naufragio, pues sé que mis lágrimas son las suyas, igual que las suyas son las mías. Y así, tras la tempestad, me sumo en una sequía que me devuelve al pacto callado que envuelve nuestros días.
Por eso, cuando últimamente se quejan de este tiempo tempestuoso y volátil y les oigo decir: «El mundo está loco», yo me callo y pienso: «No está loco: solo es viejo, como yo».