Un día llamado libertad
Gonzalo Tessainer
ELLA
Su cuerpo se había acostumbrado a vivir bajo tierra. Los escasos metros cuadrados que tenía el zulo en el que la había encerrado los había convertido en su hogar tras cuatro años de haber estado viviendo en él. Demasiados meses en los que no había sentido el calor del sol, muchos días en los que su cabello no se despeinaba por el viento y eternas horas en las que el único olor que llegaba a apreciar era el de humedad, soledad y hastío. Los recuerdos que Rebeca tenía del mundo exterior eran cada vez más difusos y la esperanza de volver a recuperar su vida y de abandonar ese decadente habitáculo con muros de malintencionados pensamientos que había creado su captor, luego cubiertos por la pintura de la impotencia de una inocente, disminuían a la vez que el tiempo transcurría.
Un día, bautizado con el nombre de libertad, su secuestrador le dio unas gafas de sol.
–Es hora de que salgas al jardín. Has demostrado que tu admiración por mí es la misma que la que tuve en cuanto te vi. Has comprendido por qué nunca te quise compartir. ¡Ponte esas gafas! Tus ojos no están acostumbrados a la claridad.
Una brisa cargada de esperanza erizó el bello de la piel de la joven y, sin saber muy bien qué hacer, se quedó observando el cielo.
–Hoy es un día especial –dijo el secuestrador emocionado–. Lo tengo todo preparado para celebrarlo. ¡Voy a por el champán para que brindemos juntos!
Cuando dejó la botella en una mesa, un impulso lleno de rabia y cargado de valentía hizo que la mano de Rebeca la agarrara y la rompiera en la cabeza de su secuestrador. Trepó por la valla del jardín y comenzó a correr por unas calles que le eran desconocidas. No existía la fatiga en su corazón; el miedo a volver a ser raptada le daba la energía suficiente para seguir corriendo. A medida que avanzaba, el número de personas con las que se cruzaba iba aumentado, pero no le importaba. Su carrera parecía no tener destino, aunque sus pasos se detuvieron ante la puerta de un edificio cuya fachada tenía un cartel que decía: “Policía”.
–Soy Rebeca Lattorf –dijo al abrir la puerta–. He estado retenida en contra de mi voluntad durante años.
ÉL
Se despertó con un fuerte dolor de cabeza. Recorrió todas las estancias de la casa y bajó por última vez las escaleras del palacio que había construido para ella. Esa joven de quince años de la que, nada más verla, supo que tenía que ser suya, lo había abandonado. Se sintió decepcionado al saber que, otra vez más, alguien en su vida le había vuelto a fallar.
“Diseñé un paraíso para los dos y no ha sabido valorarlo”, se dijo Hans a sí mismo.
Consciente de los problemas legales que le podían acarrear sus acciones, decidió huir. Arrancó el coche y condujo hasta un bosque cuyos árboles le ofrecían cobijo y escondite. Hans comenzó a andar sin importarle la llegada de la oscuridad. Agotado, decidió tumbarse sobre unas hojas y, al cerrar los ojos, soñó con la vida que podría haber tenido junto a Rebeca. La fría lluvia de aquella mañana de noviembre lo despertó; sabiendo que debía poner solución a su situación, comenzó a andar. Sus pasos lo condujeron a un paraje cuya protagonista eran las metálicas vías de un tren. Se tumbó entre los raíles y esperó a que el sueño que había tenido la noche anterior se convirtiera en eterno.
ELLOS
Un día después de su liberación, Rebeca viajaba hasta su pueblo natal en un tren custodiado por la Policía. Se sentía abrumada por todos los acontecimientos y lo que más deseaba era poder ver a sus padres y abrazarlos. A mitad de camino, el agente que estaba sentado junto a ella comenzó a preguntarle sobre sus años de captura, pero las preguntas cesaron en el momento en el que el tren se detuvo.
–¿Qué ocurre? ¿Por qué nos hemos parado? –preguntó el policía a uno de sus compañeros.
–El tren ha arrollado el cuerpo de un hombre de mediana edad que estaba tumbado en las vías.
En ese instante, Hans, el hombre que cortó las alas de la vida de Rebeca, perdió las suyas en el momento en el que la joven recuperó su libertad. Por última vez, sus destinos volvieron a cruzarse.