Un campo de amapolas
Tamara Acosta
El día que la conocí, su cuerpo descansaba sobre el césped. Me costó unos segundos entender que la luz que me cegaba no era la del sol, que brillaba justo encima de nosotros, sino que era la de ella. En cuanto sus párpados se abrieron, dejando paso a dos esmeraldas, supe que ella era una de esas personas que lo llenan todo con su sola presencia. De las que ensordecen el resto del mundo cuando te miran. De las que se te clavan en el alma y no te dejan pensar en nada más. Torpemente me acerqué, y me presenté como su nuevo jardinero. No pude evitar fijarme en el libro que sostenía: «Marina», conseguí leer. Se levantó, tapándose con una toalla, y al ponerse las gafas de sol, sentí cómo se apagaba el mundo. Me condujo por un sendero mientras yo la seguía como el más fiel devoto, hasta que, al final del camino, se abrió ante nosotros un extenso campo de amapolas.
—Este es mi bien más preciado —me dijo con una sonrisa, mientras se quitaba las gafas y me miraba de forma seria—. Necesito que lo cuides como si fuera lo más importante para ti en la vida —concluyó.
Yo, torpemente, alcancé a contestar:
—Así lo haré».
Desde ese momento, la visitaba cada dos días, algo que era totalmente innecesario para las amapolas, pero vital para mí. No lograba sacarla de mis pensamientos y, por la noche, reinaba en mis sueños. Hablábamos de cosas corrientes, como cine y literatura; pero también de nuestras aspiraciones y de nuestros anhelos. Y de mis orejas: siempre me repetía que le encantaba la forma que tenían. Ella era un pájaro libre, que quería volar lejos de todo; yo era solo un mero espectador, que adoraba sus alas, aun temiendo que nunca lograría alcanzarla. Me hablaba una y otra vez del mismo lugar, el lugar al que iría si quisiera desaparecer. Sin darnos cuenta, nos enamoramos. Aunque yo nunca quise aceptarlo. Ahora, volviendo la vista atrás, lo veo tan claro como el cielo de aquel primer día; pero en aquellos momentos, yo ya tenía una vida, y otra persona a la que creía amar. Ella también, pero no era de las que se rendían: era de las que luchaban por lo que querían. Y vete a saber la razón de mi suerte: a quien quería era a mí.
Me dio a elegir entre mi vida o un destino juntos, y yo, cobarde e inseguro, no le dije cuánto la quería. Creo que ella nunca lo llegó a saber, y me maldigo cada día por eso. Volví a su casa a los dos días, y ella ya no estaba, pero sí una nota que decía: «Solo tú sabrás donde encontrarme. Te esperaré toda mi vida».
Y tenía razón: he sabido dónde encontrarla, aunque haya sido dieciocho años después. Cuando he visto su foto esta mañana en el telediario, los mismos ojos que me han perseguido durante todos estos años me han reprochado por última vez el tiempo que hemos perdido. Sin dar explicaciones, he cogido el coche, con la intención de cambiar de estado, y he puesto rumbo a ese sitio que debería haber sido mi hogar.
Y ahora estoy aquí, en Alabama, frente a la casita que tantas veces vi en fotos. Frente a mí, en el umbral de la puerta, unos ojos que me devuelven mi misma mirada y unas orejitas que confiesan el secreto mejor guardado. Tiene dieciocho años y se llama Amapola. Me invita a pasar, y algo me dice que sabe muy bien quién soy. Tomamos un té frío y, cuando deposito los vasos usados en el fregadero, veo una foto en la nevera. Una foto Polaroid que nunca había visto, donde salgo cortando el césped y sonriendo a la cámara.
«Es la hora», me dice Amapola, interrumpiendo mis pensamientos, y me conduce por un sendero mientras yo la sigo como un fiel devoto con un dios nuevo al que venerar, del que no voy a separarme nunca, y con el que intentaré remendar todos los momentos que el miedo me robó.
Ante nosotros, se abre un campo de flores rojas y justo a la mitad, mi único y verdadero amor, recita sobre una tumba, sus últimas palabras: «Te esperaré toda mi vida».