Última llamada

Rosa Fernández

Adormilado, Antonio manotea por debajo de la almohada, en busca del teléfono (que no deja de vibrar). Costumbres adquiridas cuando había alguien al otro lado de la cama, ahora deshabitado, a quien se pretendía no molestar. Después de años de lucha infructuosa, su querida Alba lo dejó con un hueco vacío e irremplazable en su corazón, en  su cama y  con un hijo al que no comprendía. Después de su partida, a él y a Manuel  les llevó tiempo reencontrarse, dar con esa sintonía acorde a ambos gustos. Las circunstancias los obligaron al acercamiento, como dos náufragos en tierra extraña que necesitan las habilidades del otro para no perecer en una catástrofe.

De manera instintiva mira el reloj: marca las tres, una hora intempestiva para andar llamando a nadie. No conoce el número: mala señal. Allá afuera, en las calles, se escucha el frenazo de un coche, que continúa su marcha a toda velocidad. También, en algún lugar de aquella enorme ciudad, está su hijo. Su corazón se saltea un latido, y una opresión en el pecho amenaza con asfixiarlo.

—¿Diga?

—Buenas noches, ¿es usted el padre de Manuel Linares?

—Sí, soy yo, ¿le ha pasado algo a mi hijo?

—Su hijo no se encuentra bien; acuda en cuanto pueda al Hospital Central. Allí lo informarán de su estado. 

—Voy para allá.

Sus peores presagios se han cumplido. Sin saber cómo, se encuentra ya dentro del coche. Deja atrás calles y plazas, sin ser consciente de ello. La ciudad es un borrón de luces y cosas en movimiento que no le interesan; teme que, a partir de ahora, ya nada lo motive a seguir. 

Ya ha llegado; no cree tener fuerzas para entrar y que le arranquen el único pedazo de corazón que le queda. Pero un atisbo de esperanza lo empuja a acercarse al mostrador del hospital y preguntar por Manuel. Después de ese momento, todo es demasiado confuso: carreras por los pasillos, la visión del cuerpo de su hijo destrozado a golpes y la peor de las noticias posibles, comunicada en voz baja y con un meneo de cabeza, indicador de que no hay nada que hacer. Tuvo el tiempo justo para agarrarle la mano y despedirse: un “Te quiero” se quedó apresado en los labios; nunca tuvo la habilidad de expresar en palabras sus sentimientos. No tienen el mismo reparo  las lágrimas, que caen al son de los latidos de un corazón roto.

Su mente, embotada, escucha las explicaciones de la policía: un grupo de monstruos atentaron contra su hijo, por expresar su amor con besos, caricias y sonrisas a quien, según ellos, no debía. A la mente le viene Luis, el amigo de su hijo; le informan que también se encuentra en el hospital, aunque ha corrido mejor suerte. Va a su encuentro. Al traspasar la puerta de la habitación, dos miradas se cruzan: una vieja y hastiada, ya sin fuerzas; otra joven, que a golpes perdió su esperanza y la ocupó el desencanto. Los dos lloran y se abrazan. Luis se confiesa, con voz suave y miedosa. Antonio lo aprieta fuerte y le dice que todo está bien. Los dos saben que miente. 

Las palabras de Luis abren la puerta de una oscura estancia, ubicada en lo más recóndito de la mente de Antonio. Era desconocida hasta ahora para él. Allí habita un engendro que se alimenta de rabia y odio. Antonio toma una decisión inamovible: castigar a los culpables de aquella atrocidad,  y determina un día para llevarla a cabo.

Antonio ha tenido suerte. Después de haber visitado sin descanso numerosas zonas donde los jóvenes se concentran clandestinamente en estos tiempos tan aciagos, da con ellos. Caminan hacia él, y parece que no hay nadie por los alrededores. No es que le importe que lo descubran: lo que necesita es tiempo para terminar el trabajo. Ellos no lo ven venir. Sus cabezas estallan por el golpe de un tubo de acero; están muertos antes de que lleguen al suelo. Un líquido viscoso se apodera de la acera. Antonio mira el reloj, salpicado de sangre: son las tres de la madrugada, buena hora para acabar con los monstruos que lo apartaron de su niño.