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Trágame tierra

Thelma Moore

Abrí los ojos y me desperecé. Me estiré como un gato porque mi cuerpo me lo pedía; solo me faltó ronronear de tan bien que me sentía.  Me desplacé hasta la ventana: el día se presentaba esplendoroso. Una mañana de principios del verano.  Al parecer, no era solo yo quien disfrutaba del clima, pues los pájaros alborotaban el silencio matinal con sus gorjeos y las mariposas tempraneras esperaban ávidas la apertura de las flores del inmenso jardín.

En contraste, la casa estaba silenciosa; mi marido se encontraba en viaje de trabajo.

Me di un baño, y me alegré al pensar en que era el día asignado para hacer las compras en la tienda de la gasolinería.  Esa tienda, utilizada por los vecinos del área para obtener lo necesario, había sido nuestra salvación al evitar el recorrido hasta el pueblo más cercano, distante treinta kilómetros de nuestra casa.

Me dispuse a vestirme en concordancia con el clima tan agradable y con mi sensación de bienestar.  El día daba la pauta para pronosticar una temperatura elevada, así que escogí un vestido vaporoso y unas zapatillas descubiertas.  Sentí la necesidad de hacer un cambio en la ropa interior cotidiana, y seleccioné mi juego más querido: un conjunto de brasier y una braga de encaje, con finos tirantes tanto en los hombros como en las caderas. Reconocí que me quedaba justo, no como cuando lo había comprado en mi viaje a Paris, diez años antes.

Después de haber desayunado, tomé el auto y conduje muy despacio para disfrutar del aroma de los pinos y de la vista del lago que, al recibir los rayos del sol, proyectaba colores iridiscentes. Mi espíritu no podía sentirse más jubiloso, estimulado por el verdor de la vegetación montañesa y por el azul brillante del cielo.

Al llegar a la gasolinera, aproveché para cargar mi camioneta de combustible.  Al entrar a la tienda, vislumbré al viejo Jim, que parecía haber nacido detrás del decrépito mostrador de madera.  Lo saludé con cariño, pues ya tenía varios años de conocerlo, y le extendí la lista de productos que necesitaba. 

Mientras se fue a la trastienda a buscarlos, me entretuve husmeando las revistas.  Cuando regresó, le pagué y tomé las dos bolsas con los víveres (una en cada brazo). Al dar la media vuelta para dirigirme a la salida, sentí, con angustia indescriptible, que se habían reventado los tirantes de la braga: ¡la prenda se deslizó entre mis piernas!  Me quedé paralizada; no atinaba a saber qué hacer.

Finalmente, la gravedad se salió con la suya, y mi calzoncito llegó al suelo. Me volví a ver a Jim, con la esperanza de que se hubiera ocupado en algo y me hubiera dado la espalda, pero no, no fue así. Jim estaba muy pendiente, con una sonrisa indefinida, contemplando mi horrible desgracia detrás de sus lentes a media nariz.

¡Qué vergüenza! Indignada, le increpé que, como caballero, se diera la media vuelta y no me mirara.  Me contestó:

—¡Ah! ¡No! Toda la vida me he preguntado qué haría una mujer en esa situación, y no me lo voy a perder.

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