Solo y descangayado

Thelma Moore

Te ves en el espejo, ese viejo acabado eres tú.  ¿Cómo y cuándo llegaste a esto?

Oyes los toquidos en la puerta, y una voz que te dice: “Romántico, a escenario dentro de cinco minutos”.

Echas la última mirada a la imagen de un tú desconocido.  El rostro lastimosamente ajado, sin que el maquillaje que te costó tanto tiempo aplicar haya podido ocultar las arrugas y ojeras producto de la edad y, más que todo, de tu vida desenfrenada.

Te levantas con dificultad: el dolor de espalda y de rodillas no cesa; los analgésicos no les han hecho mella.

En el camino al escenario, observas la sordidez del teatro, que se acentúa por la obscuridad y por el penoso arrastrar de tus pies.  

Al llegar al umbral del escenario, respiras hondo, como queriendo sacar energía del aire y, preocupado, empiezas a vocalizar en voz baja.  Las notas son melodiosas y piensas: “Menos mal que todavía entono bien”.

Sales al foro, como siempre, fingiendo entusiasmo. Las luces te impiden ver la escasez del auditorio.   Escuchas unos cuantos aplausos y, sin más preámbulos que un “Buenas noches, gracias por estar aquí”, te dispones a ejecutar la última presentación de tu vida. Se te va el alma al cantar.  Interpretas como nunca los boleros.  Al finalizar, los aplausos son más intensos que al principio.  

Regresas por el pasillo obscuro; no quieres pensar en tu fracaso final, y tu mente divaga hacia tiempos mejores, cuando eras un jovencito lleno de ilusiones y con una voz increíble.  Nada te cansaba; después de limpiar las oficinas de la radiodifusora, te ibas a ensayar con el conjunto que habías formado con tus amigos del alma.

Aprovechabas tu presencia en el trabajo para escuchar a los cantantes y a los grupos en sus ensayos antes de las presentaciones.  Así fuiste mejorando tus técnicas para cantar.  Tu grupo se tornó conocido en los barrios de la ciudad.  Pero, cuando el gerente de la radiodifusora, en forma accidental, te oyó cantar y te dio una oportunidad para presentarte en un programa, llegó tu éxito, pues hubo múltiples llamadas para preguntar tu nombre, porque les habías gustado.

Desde ese momento, los acontecimientos ocurrieron uno tras otro.  De la noche a la mañana, te convertiste en el cantante de moda.  Lo primero que hiciste fue plantar a tu banda para hacerte solista; ni remordimiento te dio.  Ni hablar de tu noviecita: la relegaste al baúl de los recuerdos.  Lo peor fue el alejarte de tu familia.  Te avergonzabas tanto de ella… al grado de que te inventaste un pasado ideal.  

El éxito te trastornó; creíste en los amigos interesados y en la vida disipada.  El matrimonio con la estrella de moda fue por conveniencia, sobre todo por la publicidad y por la fama.  Los presentaban en todas las revistas como la pareja ideal.  Así fue durante algún tiempo. 

No trascendió su embarazo. No te enteraste hasta que llegó enferma una tarde.  Todavía te duele pensar en el hijo que tendrías y que ahora sería un consuelo, una compañía para ti.  Ella te confesó haber abortado sin consultarte siquiera; conservar su figura era más importante que todo. ¡Qué decepción! ¡Qué coraje! ¡Qué frustración!  Desde entonces te juraste que jamás tomarías a una mujer en serio.  Jugaste con ellas; las humillabas aprovechando tu fama y tu dinero.  

Te vuelves a ver en el espejo.  Tu egolatría y la creencia de que el éxito te duraría toda la vida te cegaron.  Fuiste despiadado con todos los que alguna vez te rodearon y te quisieron; ahora estás solo: a nadie le importas.

Si te ves, las lágrimas marcan surcos en el maquillaje.  Lo único que te queda es la satisfacción de haber gozado todas y cada una de tus interpretaciones, pero eso es efímero y no compensa los amores que perdiste y que todavía estuvieras disfrutando.

Las luces de la carpa se apagan; el público ya se ha retirado: el silencio es total.  Un tremendo sentimiento de abandono y desánimo te orilla a tomar la decisión de sacar la pistola y cumplir con tu cometido.