Sin vida

Lidia Fernández

Llego a casa. Hoy es miércoles y estoy ya agotada. No voy a llegar al viernes: es imposible. 

Soy Sara. Tengo cuarenta años, tres hijos, estoy divorciada. Trabajo en una agencia de viajes de contable diez horas diarias. Mis padres son octogenarios, y necesitan ayuda. No tengo derecho a vivir mi vida. Mi vida ya no es mía. Mi vida pertenece a otros: mi jefe, mis hijos, mis padres ancianos. Me gusta leer, el teatro y el cine. Siempre he sido corredora y llevo quince años sin hacer nada de ejercicio. (Exactamente la misma edad que la de mi hija mayor).

Soy una zombie occidental. Una superwoman, engañada con el nuevo estilo de vida para las mujeres que pueden con todo. Soy licenciada en Económicas. Tengo un máster y domino el inglés. Me ha servido para trabajar todo el día y estar agradecida por tener ese empleo. Ese sueldo me permitió divorciarme de un marido que, en cuanto fue padre, desapareció.

Mi vida es una montaña rusa. Me levanto a las seis de la mañana, me ducho muy rápido, me tomo un café y me arreglo. Despierto a mis hijos, les preparo el desayuno. Lucho con ellos cada mañana, como si fuera un combate mortal, en el que la que queda K.O. siempre soy yo.

Son las ocho en punto, y tengo que irme rápido a por el coche para llegar a las ocho y media a la oficina. Da igual a qué hora salga: siempre hay atasco y siempre llego tarde. Pero mi jefe jamás me ha reprochado mis retrasos. Soy, probablemente, la empleada más eficiente de la oficina, pero en dieciocho años, jamás me ha subido el sueldo ni me ha ascendido. Soy mujer, divorciada y con hijos. No voy a dedicarle al trabajo las veinticuatro horas diarias que él cree necesarias.

Al mismo tiempo que hablo por teléfono con la tutora de alguno de mis hijos, cuadro las cuentas del mes y reclamo a los clientes que aún no han pagado su último viaje. 

En mis veinte minutos de descanso, mientras me tomo un café deseado como una droga en vena, llamo a la cuidadora de mis padres, como cada día, para confirmar que todo está bien.

Por fin llega la hora de la comida y abro mi táper en la mesa, mientras sigo revisando proveedores, compras y facturas. 

Estoy cansada. No puedo más. Tengo que acabar de revisar todas las facturas antes de marcharme a recoger a los niños e ir a hacer la compra para llevarla a casa de mis padres. Y, en lugar de respirar un poco y comer tranquilamente, decido hacerlo atropelladamente mientras sigo con mi trabajo.

Empiezo a notar un dolor punzante en mi cabeza. Todos los días se repite y siempre, desde hace años, he tenido jaquecas. No le doy importancia y sigo. Pero esta jaqueca es distinta. 

De repente, dejo de ver poco a poco. No veo nada. Al principio creo que es algo momentáneo, algo sin importancia, e intento levantarme. Pero me doy cuenta de que no veo de verdad. Y mi vista no responde. Consigo llegar a coger mi botella de agua y tomo un trago. Entonces el dolor es muy agudo, tanto que me desvanezco. Me derramo de la silla como una marioneta hueca. Siento un miedo terrible. Pienso en mis hijos y en mis padres. ¿Qué será de ellos?

Pero ahora estoy descansando, por fin. La forma no es la mejor, pero mi cabeza ya no tiene que concentrarse en nada. Veo a mis tres enanos corriendo en el parque, pero es todo muy luminoso y muy extraño.

Me estoy yendo. Me he equivocado todos estos años. Debí recuperar mi vida. Deambulé por ahí como un muerto viviente. Ya no tendré otra oportunidad. Pero me siento tranquila a pesar de no saber qué me está pasando. Es esta vida insoportable que me está destrozando por dentro. No soy un ser vivo: soy una superviviente en un mundo vacío. 

¿Es demasiado tarde? 

Lo es.