Setecientas hojas verdes | Roy Carvajal
El jardinero iluminado comienza su labor en la oscuridad de la tierra, donde la semilla del árbol yace dormida, esperando su momento. Con manos cuidadosas, cava un hoyo en el suelo fértil de su corazón. Deposita la semilla con la misma delicadeza de un susurro, en solitario, sabiendo que lo que allí siembra no es un árbol, sino una parte de su vida esperando el amanecer.
En un rincón polvoriento de su cabaña, el escritor contemplaba su relato inacabado, un árbol gigante hecho de cientos de miles de palabras. Las ramas, enredadas como pensamientos sin forma, se extendían en todas direcciones, cargadas de hojas marchitas. Cada frase, cada palabra, parecía una hoja muerta, nacida sin propósito ni vitalidad. El árbol, aunque majestuoso en tamaño, se tambaleaba sobre sus raíces débiles, y el escritor, con el alma cansada, se llenaba de rabia al no lograr hacerlo florecer.
Esa noche de otoño, seleccionó la idea central, esa semilla de inspiración que tiene el potencial de germinar en una historia poderosa. Preparó el suelo donde su relato se arraigaría en sus raíces. Apagó la luz, encendió una varita de incienso y solo iluminado por una lamparilla, compactó cientos de palabras en la fertilidad de su cuaderno, las frases empezaron a brotar de su mano, a extenderse como ramificaciones. Regó con sus lágrimas devotas el papel, tierra fértil de recuerdos subterráneos.
Las frases se convirtieron en cientos de ramas, y cada párrafo, en miles y miles de hojas amarillentas que contribuyeron al desarrollo de un tronco narrativo deforme. Nutrió su abominación con revisiones exhaustivas, tomó un diccionario del anaquel y se aseguró de eliminar las plagas ortográficas a punta de tachones, como tijeras afiladas.
A medida que el relato crecía, llegaba el momento de la poda, era fundamental para mantenerlo fuerte y vigoroso. Con su corazón lleno de dudas, comenzó a tachar frases completas, caían inertes como ramas en el escritorio. Eliminó personajes superfluos que no darían frutos, descripciones aburridas que ralentizaban su florecimiento, subtramas que le quitaban savia al desarrollo del tronco. Podó ramajes mal orientados, eliminó redundancias, ideas marchitas, y la savia empezó a fluir en su relato. Cada corte le pareció doloroso, como si él mismo se cortase dedos, manos y extremidades. Lo redujo a su esencia, liberó al árbol de su propio peso. El escritor miró con pena su obra, el puro tronco, sin hojas ni flores, solo dos o tres ramas sosteniendo la esperanza de un esquelético bonsái.
Guardó el relato en una gaveta oscura bajo el escritorio. Reducido a unas escuetas setecientas palabras, intentó protegerlo de las críticas de otros jardineros que podaban relatos como el suyo. El árbol permaneció engavetado en su cajón todo el invierno, y la angustia creció en el corazón del escritor. Lo cortó demasiado, tanto que temía haber matado la posibilidad de que alguna vez reverdeciera: las voces silenciadas de los personajes, excluidos de sus lugares comunes, escenarios despojados de sus atardeceres ornamentales, tramas y subtramas tan extensas que nunca tocarían el cielo.
Pasó el invierno y la primavera asomó de madrugada por la ventana. El escritor vio su árbol de palabras en un bosque. Las ramas podadas sobre el papel se transformaron en sombras, serpenteando alrededor del tronco, susurrando secretos olvidados. El árbol, desnudo y vulnerable, parecía un reflejo vacío de su propio ser. Un viento gélido lo atravesó. ¿Había destruido su obra en lugar de salvarla?
Despertó con el sueño aún vívido y se acercó a toda prisa al escritorio. Con manos temblorosas, abrió el cajón y sacó el cuaderno para voltear las páginas hasta dar con el relato. Las ramas que antes le parecían secas y sin vida, ahora lo miraban con el brillo de la mañana. Sin pensarlo, se encorvó a escribir, llenando las ramas añejas con hojas nuevas, flores perfumadas y frutos maduros que pendían de las palabras. Fertilizó el bonsái reverdecido con algunas metáforas, le habló con diálogos cariñosos y hasta lo puso a escuchar las cuatro estaciones de Vivaldi.
El árbol logra su ascenso, frondoso e iluminado por el cielo de verano. Los pajarillos, aquellos lectores alados que el jardinero anhelaba atraer, anidan complacidos en las ramas frescas y reverdecidas.