Segundas oportunidades
Leire Mogrobejo
—Cariño, ¿cómo te encuentras?
Alberto abrió los ojos a duras penas; a cada parpadeo que daba, distinguía mejor a los que lo rodeaban. Todo a su alrededor eran cabezas con sonrisas beatas; algunas estaban vestidas con uniformes de colores azules, unas blancas, otras rosas. Una de estas llevaba un precioso peto vaquero. Alberto pensó que la del vaquero era preciosa. “¿Por qué me trata de cariño? ¿Estaré soñando?” pensó, y volvió a cerrar los ojos.
No dormía, pero estaba agotado, y decidió descansar; a su vez oía lo que ocurría a su alrededor:
—Doctor, es buena señal de que haya abierto los ojos, ¿verdad?
—Por supuesto, señora Monasterio; ya lleva dos días fuera del coma y, aunque lleva más de un año dormido, este es el siguiente paso hacia la recuperación. Habrá que armarse de paciencia. Cada avance que haga será una victoria.
—¿Recuperará todas sus funciones?
—Aún es muy pronto para estar seguros de ello; le haremos pruebas diarias e iremos a su ritmo.
—¿Qué clase de pruebas?
—Las típicas: análisis de sangre, de orina, y pruebas físicas. También tendremos que hacer un test de memoria para saber si sus funciones cerebrales están intactas.
—¿Cómo que intactas?,¿puede ser que haya perdido la memoria?
—No me puedo pronunciar con tanta antelación al respecto, quédese tranquila. Concéntrese en los pequeños logros, ¿vale?
—Entonces, ¿es posible que ni siquiera se acuerde de lo que sucedió la noche que tuvo el accidente? —preguntó interesada.
—Es posible; la policía nos pidió que los contactáramos por si se despertaba.
—¡Ay, por dios! Pero ¿por qué no lo dejan en paz? Después de tanto tiempo así, lo que necesita es su familia; no un interrogatorio. ¡No los llame aún!
—Estoy de acuerdo con usted, pero es el protocolo, y no me lo puedo saltar.
Emilia Monasterio volvió a casa malhumorada, pero esa sensación la tuvo que contener en lo más recóndito de su ser, puesto que debía anunciar la buena noticia a sus hijos.
Cuando les explicó que su padre había abierto por fin los ojos, saltaron a sus brazos de alegría y, con la cara llena de lágrimas, les dijo: «Pronto vais a ver a vuestro papá, pero tendréis que tener un poco más de paciencia. Me ha dicho que os ha echado mucho de menos».
Esta mentira piadosa los llenó de alegría, y así, Emilia les transmitía mensajes de su padre a diario.
Alberto seguía haciéndose el dormido; tenía miedo. Sabía con pertinencia que había olvidado parte de su pasado. Y que la rubia del peto vaquero debía de ser su pareja, porque se notaba en su forma de cuestionar al doctor que estaba preocupada por su estado. Aun así, debía ser precavido; prefería continuar escuchando las conversaciones como si nada:
—¿Por qué no abre los ojos? ¿Está consciente, doctor?
—Seguro que nos oye; ha habido casos en los que los pacientes, una vez despiertos, han asegurado que oían todo.
Debería hablarle y contarle cómo se habían conocido, dónde trabajaba, su relación con los críos…
Así, Emilia empezó a pasar días enteros contándole todo, desde su infancia hasta ese día.
Bebía sus dulces palabras que lo enamoraban; solo quería una cosa: abrir los ojos y besarla, pero una pregunta rondaba en su cabeza: “¿Por qué nunca le hablaba del accidente?
Alberto se deleitaba con sus historias, y cada vez recordaba más y más cosas. Disfrutaba tanto escuchándola que seguía haciéndose el dormido. En ocasiones volvía a pensar: “¿Por qué no me explica por qué estoy aquí?”.
Una noche, se despertó sudoroso y en pánico. Acababa de rememorar la noche del accidente, y decidió hacer tres cosas: dejar de hacerse el dormido, omitir el hecho de que había recuperado por completo su memoria y ser el mejor marido del mundo.
A partir de ese momento, Emilia y Alberto vivieron verdaderos momentos inolvidables, en los que ninguno de ellos hablaba de la noche en la que habían tenido la mayor disputa de su matrimonio: él se marchó en plena tormenta, cerrando de golpe la puerta y prometiendo que se iría de casa para siempre. El accidente los ayudó a creer en segundas oportunidades.