Sancho Panza enamorado

Javier Ocete

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La historia que voy a contar no aparece en los anales del glorioso libro de Don Miguel de Cervantes, El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, no sé por qué razón. Quizá fuera debido a que careciera de importancia para el mencionado autor o se olvidara de relatarlo; de cualquier modo, lo hago aquí porque me parece de interés para el conocimiento de la figura de, en este caso, nuestro escudero protagonista.

Dícese que había en la región de la Mancha, cerca de la morada de Sancho Panza, una posada, cuya taberna solía ser frecuentada, amén de por viajeros trashumantes, por toda clase de borrachos y jugadores, a la que a la sazón también concurría nuestro amigo, como solaz esparcimiento cuando sus duros quehaceres se lo permitían.

La hija del dueño, Elvira, era la encargada, junto con sus padres, de atender a los clientes en sus menesteres propios. De buen ver, la moza se encontraba bien dotada y hacía alarde de su belleza juvenil con sus andares y gestos provocativos con Sancho, a quien tenía encandilado, intentando llevarlo al huerto (nunca mejor dicho) que se encontraba en la trastienda, con una habitación que hacía las veces de almacén, oculta a los ojos de sus progenitores, que iba ni pintada para sus pretensiones amorosas.

Como quiera que nuestro enamorado no disimulaba lo más mínimo sus inclinaciones libidinosas hacia la dama que a él le parecía la maravilla de las maravillas. Pronto llegó a oídos de toda la comarca la noticia de los devaneos de ambos. Por supuesto, Don Quijote quiso tomar cartas en el asunto; se aprestó a visitarlo, teniendo una charla, amonestando su comportamiento y advirtiéndole de los peligros que corría con tal proceder, no solo en lo que a su mujer correspondía, sino a su conducta moral.

“Habrás de saber, amigo Sancho, obrar con mesura ante las tentaciones de la carne, porque dichos placeres suelen conducir a cometer grandes errores que suelen someter a los que los padecen a la ruina de la salud mental y física, sobre todo cuando el enamoramiento, ese mágico embrujo, se apodera de ellos, convirtiendo sus actos en irresponsables”. Así sentenciaba su señor, con la sabiduría que caracterizaba al humilde labriego, compañero de fatigas y aventuras.

No habrían de caer en saco roto las advertencias que le había hecho Don Quijote ya que, nada más haber terminado, se prometió a sí mismo no volver a las andadas, y cambiar su vida de rumbo. A ello contribuyó, como era de esperar, el padre de la chica, que ni corto ni perezoso, puso a buen recaudo la virtud de su querida vástaga para que no fuera mancillada su reputación.

 

No fue fácil para Sancho renunciar al frenesí de su amada, tan largo tiempo mantenido, pero la joven, por expreso deseo de sus padres, convino en buscar un novio formal que tratara de lavar su honra encauzando su vida a formar una familia mediante el matrimonio, como Dios manda.  Esta solución terminó con las esperanzas, si es que las había, de nuestro enamorado.

De lo que sucediera de puertas para adentro, no se tiene noticia pero, si tenemos en cuenta la proverbial manera de ser del Caballero de la Mancha, raro sería que no interviniera en su favor haciendo ver a su mujer lo humano de su proceder y que esta lo perdonara.

El tiempo, que todo lo cambia, pasaría página; las aguas volverían a su cauce y los lugareños, a sus labores cotidianas. Pronto, la memoria olvidadiza de la gente tornaría en leyenda las andanzas de nuestro héroe que por una vez se transformaría en el protagonista.