¿Qué hago con el miedo?
Esther Martínez
Y, ahora, ¿dónde pongo el miedo? ¿Cómo lo transformo? ¿En qué lo convierto? ¿Cómo me deshago de este nudo en el estómago perenne, la espalda rígida, los hombros encogidos, los sobresaltos al menor ruido en la calle?
¿Qué hago con la rabia, con la pérdida, con el dolor, la desconfianza? ¿Qué querría que hiciera mi padre? ¿Cómo saberlo si me lo mataron, con odio y cobardía, con un tiro en la nuca, en una guerra que no era la nuestra?
Y ahora lloro, mientras escucho la radio camino del trabajo y tres encapuchados anuncian “El cese definitivo de la actividad armada”, y paro el coche en el arcén y me echo las manos a la cara y lloro, y mis lágrimas cargadas de impotencia salen en tropel, y lloro, y pienso en mi padre, en su risa, en el amor a su tierra, y lloro, y pienso que, aunque él no pueda verlo, ganó su fe en la democracia, y lloro porque se ha acabado, y lloro porque no sé cómo aprender a vivir sin miedo.
Respiro hondo y cambio de dirección; el teléfono no deja de sonar, pero no respondo: solo quiero una cosa. Aparco a dos manzanas de su casa; cae una lluvia torrencial, pero no me importa. Camino despacio dejando que la lluvia se lo lleve todo: la mano invisible que aprieta mi garganta, el temblor de mis piernas que a duras penas me deja caminar erguida, el zumbido en mi cabeza. Y paso por la calle donde hace ya diez años mi padre cerró los ojos por última vez, y me viene a la mente la estampa imaginada de mi padre yacente y miro al cielo y le hablo: “Ya está, aita, ya está”. Y mis lágrimas se funden con la lluvia. Dirijo la mirada a la ventana de mi casa, de la casa de mi madre y el salón está encendido en esta mañana que parece anochecer de lo rabioso que está el cielo, que parece llorar conmigo. Y lloro, y aún no sé si es de alivio, alegría, tristeza, rabia, cansancio o hartura. Y lloro, y creo que es por todo eso a la vez.
Ignoro el ascensor y subo los cuatro pisos que separan la vivienda de la calle, corriendo, quemando la electricidad que recorre mi cuerpo. Y llamo a la puerta y me encuentro a mi madre con los ojos vidriosos, pero firme y serena.
—Ama… —hablo casi en susurros, como siempre me enseñaron.
—Se acabó, maitia —me dice mi madre en un tono de voz claro e inquebrantable. Y me doy cuenta de que es la primera vez en mis 24 años que mi madre no habla en voz baja en el rellano. Y no espera a que entre en casa para abrazarme, y su cuerpo es calma y refugio, es consuelo y sostén y, aunque aún no tengo la certeza de cómo lo haremos, ver sus ojos limpios, la ausencia de odio en sus manos, en sus caricias mojadas por mi ropa, me hacen comprender al instante que aprenderemos a sacudirnos el miedo; de hecho, sé que mi madre ya lo está haciendo.
—Se acabó, ama.
—Ahora sí, maitia. Ahora sí.