¿Qué eliges?
Ana Efigenia
¿Cuánto dolor pueden soportar unos párpados? Arrugados, enrojecidos, inflamados… ¿O cuánto dolor pueden soportar unos labios? Entumecidos, rotos, hinchados… ¿Y cuánto un corazón? Sobresaltado, descoordinado, desfibrilado…
Estoy hundida. Te miro y te vuelvo a mirar. No te reconozco. Al observar el cuerpo donde te has metido: desconocido, nuevo, deseado y odiado a la vez, y herido, ¿me pregunto dónde estará mi niña? Aquella que mostraba lo viva que era con su forma de mirar. Con aquellos ojos grandes y expresivos que se comían el mundo a golpe de pestañas. Con una sonrisa hermosa que lograba contagiar al alma más triste. Con un corazón inmenso que abrazaba y conseguía vestir a cualquier ser desnudo.
Me puede la impotencia. Me ha vencido. Lo sé. En realidad, nos ha vencido. A ti, y a mí. Recuerdo las horas que pasaba mirando como subía y bajaba tu pecho cuando naciste. Vigilaba que no se parase, ya que el miedo que me hacía sentir me robaba el sueño. Ahora observo lo mismo, vigilo lo mismo, pero unos cuantos años más tarde, y en un cuerpo más grande. Aunque el miedo… el mismo.
Me odio por no saber si quiero que se pare o que siga en movimiento. Me odio por no haber sabido cuidarte. Por no haber leído entre líneas. Por no haber escuchado mejor. Por no haber sido sobreprotectora. Por no ser una buena madre…
Estás presa en una jaula ósea. Que presume de barrotes. Qué exhibe orgullosa lo que hay en su interior: poca vida. Te has consumido, y yo he visto como lo hacías. He mirado hacia otro lado, pensando que era mentira. Todo ha cambiado, tú nos has cambiado. La muerte te acecha. La enfermedad te ha dejado secuelas: marcas en el rostro, músculos atrofiados, voz desgastada, sin fuerzas, personalidad secuestrada, realidad distorsionada…
Cuando sujeto tu mano, la encierro entre las mías. La aprieto con fuerza para devolverle el tono a tu piel. Amarillea. Al verla sonrosada me calmo. Aunque a veces la tengo que soltar porque no soporto sentir tu fragilidad. No sé si me escuchas. Ya no sé si alguna vez me escuchaste. Pero aquí sigo, hasta que te escoja la muerte. O hasta que gane la vida. Asumí que no puedo hacer más que esperar. Que esta maldita realidad no tiene un buen final.
Cierro los ojos y me parece saborear los momentos en los que éramos. ¿Que qué éramos? Tan solo una madre y una hija, pero éramos. Ahora no somos nada. Quizás un montón de problemas que ha engullido mi vida. Porque eso eres tú: mi vida. Y eso es lo que ha pasado: nos ha engullido. Debes de estar ahí dentro; debajo de esas ojeras ennegrecidas, de esos ojos descubiertos de pestañas, de esos labios resecos y agrietados, de esos dientes danzantes, de esos huesos débiles y prominentes, de esos pliegues de piel seca y arrugada, de esa delgadez extrema, de esos gestos, de esos suspiros, de esos dolores, de esos sueños fallidos.
Envidio tu valentía, esa que utilizas para tumbarte y dejarte morir. Me pregunto si yo me moriré contigo. O si podré matarme una vez te mueras. Eso quisiera. Morirme en el mismo momento que tú lo hagas. Para no sufrir, para no pensar, para olvidar.
También me pregunto lo que la mayoría de las personas: ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Cómo no lo hemos visto? ¿Cómo lo hemos consentido? ¿Cómo no lo hemos evitado? ¿Cómo no lo hemos superado? Me gustaría tener las respuestas. No las tengo. Ni las voy a tener.
Quisiera ser mágica, para enfrentarme a tus miedos y vencerlos en tu nombre. Para sufrir tu sufrimiento. Para cambiarme por ti. Para intentar vivir de nuevo y conseguir que seas feliz.
Elige, hija, y elige bien. Si vives… viviré por ti, si mueres… moriré sin ti.