Sandy Manrique
Por unos tenis
Llegué a la estación camionera a las 6 de la mañana. Venía a la ciudad de Acapulco una vez por mes. Disfrutaba el movimiento, la gente con prisa y el olor a gasolina. Yo quería mudarme acá, iniciar mi vida lejos del rancho.
Hasta ahora, mis deberes me habían mantenido en casa. Me levantaba por las mañanas, iba directo al río de agua helada para asearme mientras mi madre y mis hermanas dejaban el suelo de la casa impoluto. La tierra firme brillaba cuando daban un último riego para que refrescara.
Luego caminaba una hora para tomar clases en la telesecundaria. El profesor Cosme, me dijo que tenía futuro y me regaló libros para seguirme preparando. Yo leía a escondidas, entre las pocas cosas que mi padre decía era “leer es una pérdida de tiempo, trabajar en la pisca de café es lo que te sacará adelante”.
Nunca lo contradije. Tenía marcada la espalda por todos los bejucos reventados sobre mí. Nunca lloré porque mi padre dice que los hombres no lloran. En el campo la rabia se anida bien adentro como capas de cebolla.“Si un día alguien te hace algo, ni vengas a quejarte, agarras la escopeta y le das un tiro”.
En Acapulco yo podía experimentar una realidad distinta. El paisaje estaba lleno de colores vibrantes. De la playa me gustaba especialmente el horizonte, discreta e infinita línea recta. Cuando venía, luego de caminar en la arena, me hundía en calles retorcidas. Atrapado por un vaho de calor, escuchaba gritos de gente alegando problemas sin sentido. Yo me mantenía apartado, en silencio.
Ese día la bolsa de mi pantalón pesaba. Estaba orgulloso del dinero que pude reunir en para comprarme unos tenis. Caminé directamente al negocio que los tenía exhibidos.Eran azules como el cielo limpio después de la tempestad, de cuando en el pueblo el río crece y los enseres domésticos deben ser colocados sobre unos bloques de cemento para no ser alcanzados por el agua.
Los tomé entre mis manos. Sentí su suavidad. Ninguna de mis playeras era así de bella, tan bien cosida, tan nueva. Me aseguré que en mi bolsillo siguieran los billetes y monedas. Iba preguntar su precio cuando unos pasos apresurados me distrajeron.
—¡Deja eso, chamaco pendejo! ¡Ni los puedes comprar!—
Un señor me arrebató los tenis de las manos y me sacó a empellones de su tienda. Salí molesto. Yo traía mi dinero.
Dediqué la tarde a caminar por la costera antes de regresar a casa. Me gustaba Acapulco, las tiendas, las atracciones turísticas, las muchachas bonitas y las casas de concreto.
Quizá era un error estar enamorado de este lugar. Aquí nadie me veía. No me saludaban como en mi tierra. Allá todos sabían quién era yo, quién era mi mamá o papá.
Acá no había conocidos ni respeto, solo televisores y cemento. Pensé mucho hasta que llegó la noche, en mi morral llevaba la compra que me había encargado mi madre.
Esperé paciente mi nuevo paseo a Acapulco. Esa mañana llegué sin demora al negocio de los zapatos. Me acerqué una vez más a ver los tenis. Se me tensó la espalda y acalambraron las manos al mirarlos. La vendedora de la tienda de junto no me quitaba la vista de encima. Le pregunté a ella si estaba el señor y me dijo, señalando, que Don Porfirio se había ido enfrente, al mercado.
Hoy también traía mi morral, lo apreté bajo el brazo, y fui a buscarlo. Vi las cabezas de cerdo en las vitrinas del mercado, cortadas, completamente blancas. Abajo estaban las chuletas, carne molida y botes de manteca; había también pollos muertos y llegué hasta donde salía una peste nauseabunda a pescado.
Ahí estaba con una Coca Cola en mano. Sudoroso. Nadie de mi pueblo era tan gordo como él ni descansaba en medio de las horas de trabajo; menos tenía una boca tan soez y malintencionada. Esperé a que llegara el momento perfecto. “Porfiriooo” grité. Lo último que vio fue la escopeta.