Por principios
María Oñoro
Madrid, 1931
La tarde era desapacible; desde su ventana, Clara observaba cómo, con la caída del sol, las sombras restaban protagonismo al día. Todavía quedaban viandantes, pero muchos ya estaban al cobijo de sus hogares. Cogió la chaqueta de punto del respaldo de la silla de su escritorio, y se la echó sobre los hombros; encendió la lámpara, y se sentó para continuar con la revisión del discurso que, el primero de octubre, iba a exponer en las Cortes madrileñas. Su minuciosidad le impedía dejar una coma al azar; esperaba que su disertación reflejara con exactitud sus ideas y sus anhelos; necesitaba que, además, llegara al corazón de los que las componían.
Enemigos no le faltaban (incluso dentro de su mismo partido); a pesar de esa penosa circunstancia, jamás había dado un paso atrás y siempre había defendido sus ideales con vehemencia. Esperaba mostrarse firme con sus palabras y convencer a la mayoría: mucho era lo que estaba en juego. Se centró de nuevo en esos folios escritos con su vieja máquina de mecanografiar. No eran demasiados: eran los justos; según su criterio, se trataba de buscar la retórica adecuada.
El sonido del timbre de su puerta ahuyentó su concentración. Miró el reloj: las ocho. «¿Quién será a estas horas?», se preguntó perpleja, mientras abría la cancela.
—¡Señorita Kent!, pero pase… no la esperaba. —Clara la invitó a entrar a la salita—. Prepararé un té; póngase cómoda.
—Señorita Campoamor, debe de haber algún motivo para hacer una visita de cortesía a una compañera de partido…
—¡En absoluto! —contestó la aludida, aunque sabía que existía dicha razón.
—Mmmmm… está perfecto; muchas gracias.
—Victoria, le agradezco su presencia (aunque imprevista), pero no creo que esté aquí solo por urbanidad. ¿Es cosa de Indalecio?
—¿Prieto?, no, él no me ha mandado, aunque está en sintonía conmigo. He venido motu proprio.
—Usted dirá.
—Clara, vengo a hablar de lo de mañana. Espero convencerla de que ceje en su empeño; el partido necesita que todos rememos al mismo compás.
—Victoria, lo que me pide va en contra de mis principios; me choca que sea usted la que me esté pidiendo que abandone. Lo comprendería de algunos compañeros del partido, pero ¿de usted? —Clara hablaba con un tono impregnado de decepción. No era la primera vez que la intentaban disuadir; aunque sí era la primera mujer que la instigaba—. Desde que tengo uso de razón y más: desde que comprendí cómo se organiza nuestra sociedad machista, determiné que mi lucha era por la igualdad entre mujeres y hombres. Esperaba que usted entendiera mis razones.
—Créame que renuncio a un ideal cuando afirmo que la aprobación del voto femenino debe ser aplazado —aseveró Victoria sin pudor—. El partido está por encima.
—Yo defiendo el voto por principios —rebatió la señora Campoamor.
—Las mujeres aún no están preparadas para esta responsabilidad. Están influenciadas por la Iglesia… No han demostrado fervor alguno por la República; si se les concede el voto, en las próximas elecciones, saldrá la derecha.
—¿Insinúa que debemos aplazar el voto de la mujer para que no salga elegida la oposición? Las mujeres deben tener el mismo derecho a equivocarse que los varones: plantéeselo de este modo.
—¡Vamos!, sabe que tienen que transcurrir unos años; las mujeres deben olvidar la monarquía y descubrir las ventajas que este régimen puede traer a la sociedad en general, y a ellas en particular. Será cuando otorguen su voto con eficacia, ¿no se da cuenta?
—Primero: soy ciudadano de España; luego, soy mujer. Para que funcione el ideal de República, que tanto usted como yo defendemos, antes debe reconocer que todos (hombres y mujeres) somos ciudadanos de pleno derecho. Por tanto, mañana se debe aprobar el voto femenino, y así lo apoyaré, ¡aunque le pese a usted, al partido y a la misma República!, Por ella daría mi vida…
—Mañana hablaré la primera y justificaré el aplazamiento o, en su defecto, la condicionalidad del voto femenino (como mal menor). Espero que recapacite esta noche y piense en el futuro de la República, y de España.
—Le digo lo mismo, Victoria; la acompaño a la puerta.
—Adiós, Campoamor.
—Adiós, Kent; mañana será un gran día.