Penitencia
Carmen Pérez
Era el primer día de cole después de las vacaciones de verano. Maripili tenía seis años recién cumplidos y era de las pequeñas de la clase. Podría decirse que, hasta entonces, era una niña feliz.
Eran las nueve menos cuarto de la mañana y la calle rebosaba de criaturas, esperando inquietas a que abriesen el portón para entrar; dando brincos, saltitos nerviosos, de un pie al otro, mini carreras para abrazarse a las que iban llegando, todas más que nerviosas, pues ese día, además, empezaban primero de EGB. Cambiaban de ciclo y, a Maripili, aún sin saberlo, le cambiarían muchas más cosas.
El colegio, propiedad de una orden religiosa, ocupaba toda una manzana. Se componía de dos edificios enormes, con fachada de ladrillo y patios separados por un alto muro: la parte femenina, regentada por monjas y, la parte masculina, gestionada por frailes. El muro contaba con varios agujeros estratégicamente escondidos, hechos por los alumnos más mayores, para pasarse notitas prohibidas. El conjunto se completaba con una iglesia en una de las esquinas, coronada por un gran campanario doble. No es que los padres de Maripili, ni nadie de su familia, fuesen muy religiosos, más bien al contrario, pero en el Madrid de 1971, cualquier cosa era mejor que ir a un colegio público, o “nacional”, como popularmente les llamaban entonces. ¡Qué dirían los vecinos!
Nada más entrar en el patio se acabó el jolgorio. Se colocaron en formación, una fila por curso, para entrar en el edificio donde, mientras se dirigían a las aulas, ya no se podía hablar, solo rezar, muy bajito, el padrenuestro. Había un olor peculiar, una mezcla de cera e incienso, un olor que por muchos años que pasen, Maripili no podrá olvidar: olor a colegio de monjas.
Entraron silenciosas en el aula y cada una fue sentándose donde le vino en gana. Como los pupitres eran de dos plazas, Maripili se acopló con su amiga del alma, en la tercera fila. Tras ellas entró una monja altísima, muy delgada, con gesto adusto, barbilla larga y con una piel tan blanca que, al resaltar con el hábito negro que lucía, parecía transparente.
—Buenos días, niñas. Soy la hermana Ortega, a partir de hoy y hasta cuarto curso, seré vuestra profesora. Levantaos y dad gracias a Dios.
Todas se levantaron al unísono coreando “Buenos días, hermana Ortega, gracias Señor”. Bueno, todas menos Maripili y su amiga que, distraídas presumiendo de sus estuches nuevos, no les dio tiempo a ponerse en pie en el momento exacto.
—Vaya, parece que tenemos una niña muy maleducada en esta clase. Mal empezamos el primer día. A ver tú, la del pelo corto —dijo, cogiendo la regla de la mesa y señalando con ella a Maripili —¡Ven aquí ahora mismo!
No había duda de que la del pelo corto era ella, su amiga llevaba una larguísima melena recogida en una trenza, como casi todas sus compañeras; en ese momento empezó a odiar la costumbre de su madre de cortarle el pelo todos los veranos, “para que vayas más fresquita” le decía.
—Vais a recibir la primera lección de este curso. Si hay algo que no soporto es la mala educación. Y aquí, además de aprender geografía y matemáticas, también se enseñan modales. Ponte mirando a la clase y extiende las manos con las palmas hacía arriba —le dijo, indicando el entarimado que había delante de la pizarra.
La niña, sorprendida de ser sólo ella la que sufriese la regañina de la profesora e ignorante de lo que se le venía encima, se colocó en el entarimado mirando a sus compañeras, estiró sus brazos y levantó las palmas. El primer palmetazo con la regla la dejó con la boca abierta, el segundo, mucho más fuerte, la hizo romper a llorar. Se frotó sus manitas, intentando borrar la rojez que empezaba a salir, con la cabeza agachada, por el dolor y la vergüenza, escuchó como la monja se dirigía a las atónitas alumnas que tenía enfrente:
—Ya sabéis cómo os tenéis que comportar, si no queréis recibir la correspondiente penitencia. Tú, deja de lloriquear y siéntate aquí delante —le dijo a Maripili, señalando el primer pupitre —Me parece que a ti hay que atarte corto, como ese pelo de chicazo que llevas.
Y ese día Maripili perdió la inocencia y sintió el miedo por primera vez. No sería la última. Aquella monja le hizo la vida imposible; vejaciones y castigos no faltaban cada semana. Siempre había algún motivo para imponerle una penitencia, que bien podría ser tener los deberes mal hechos o llevar un roto en el leotardo: palmetazos en las manos, o en los nudillos, mucho más dolorosos; collejas o capones cuando pasaba por su lado; recorrer el aula de rodillas una o dos veces, según considerase la gravedad de la falta. Pero la peor, la definitiva, fue dejarla una mañana en el patio, durante dos horas, solamente con la ropa de gimnasia, esto es, pantalón corto y camiseta sin mangas, en pleno mes de enero, por haberse equivocado al hacer un ejercicio de coordinación.
La niña cogió una pulmonía que la tuvo un mes en cama, recibiendo inyecciones de antibiótico diarias y con unas fiebres altísimas que la hacían delirar. Pero algo bueno trajo consigo la enfermedad, por fin se atrevió a contarles a sus padres todo lo que aquella mujer le hacía. Por supuesto que no hubo denuncia, en aquellos años era algo impensable, pero su padre sí que fue a “cantarle las cuarenta”, en sus propias palabras, a la siniestra monja y a recoger el expediente escolar para cambiar a su hija de colegio, a uno “nacional”, digan lo que digan, donde nadie la volvió a pegar.