Otras manos

Pablo Boada

 

Observo desde la puerta como soy engañado por otra mano, otra caricia, otro placer que me es ajeno. Con los ojos como platos no puedo articular palabra alguna, ni tan siquiera, crear movimiento en mis músculos petrificados. Todos mis sentidos permanecen atentos al espectáculo del que no formo parte y esa, es la mayor traición por la mujer que deseo.

 

Una mano se desliza por su vientre, deteniéndose apenas unos instantes antes de alcanzar el templo de un deseo al que aún no está preparada. La otra mano, acaricia su cuello y se cierra prensando su garganta ahogando un gemido que invade el silencio, y casi descubre el secreto de una intimidad a la que no estoy invitado. Se tuerce su espalda en una contorsión que parece querer liberar a su cuerpo, dotándolo de un placer que va en aumento. Muerde su labio como el que muerde una fresa, intentando capturar todo el jugo en su interior. Sus párpados parecen querer encontrarse para difuminar el mundo como en un sueño. Todo su cuerpo pertenece a un tocar que no es el mío, a él se entrega sin saber que yo lo miro todo, escondido en la penumbra.

 

No puedo evitar agarrar el marco de la puerta con fuerza, reprimiendo mi rabia, al mismo tiempo que mi curiosidad me impide dejar de mirar. Una curiosidad que va transformando a mi cuerpo que aumenta de tamaño, humedece mis ojos y al resto de mis órganos que se deshacen como un caramelo abrasado por el calor. La rabia queda apelmazada por el morbo de ver un placer que no necesita de mi cuerpo para satisfacerse.

 

Como una danza, las dos manos recorren su cuerpo en movimientos que intentan cubrir cada centímetro de su piel, primero con fuerza, luego como la seda, más tarde casi con violencia. Recorren como dos exploradores sus suaves montañas coronadas de rígidas cimas dispuestas a cortar el aire que exhala su boca. De ella desciende el fuego que se escapa de entre sus dientes, cayendo sobre uno de los pináculos. La húmeda llama juega con el contorno y el calor que ambos desprenden en un encuentro casi divino. Satisfecha la lengua, se retira mientras una de las manos continúa sosteniendo la rosada elevación y la otra se aleja. Cinco diminutas piernas clavan suavemente sus uñas por su vientre, dispuestas a alcanzar el infierno abrasador del placer. Bajando se pierden brevemente por la recortada hierba que marca la entrada al templo del diablo que controla su cuerpo, un diablo que yo pensaba que conocía muy bien, pero que ahora, me parece otro.

 

Soy un estudiante ante el amante que recorre su cuerpo como un experto. Me resigno al tiempo que admiro esas manos que no me pertenecen. Creía conocer sus secretos tras semanas de minucioso estudio, pero ahora me doy cuenta de que su revelación, es como la lectura de un texto religioso: abierto a infinitas interpretaciones. Yo había conseguido entender a mi manera el placer del que además era esclavo. En realidad, ambos éramos prisioneros en aquel cuchitril de Barcelona en el que apenas habíamos visto la luz del sol en varios días. Éramos criaturas mitológicas en un mundo mágico donde un gran circulo de fuego nos aislaba y nos permitía escribir este cuento de pura pasión. Un cuento en el que ahora yo no era protagonista.

 

Soy observador de un placer húmedo que sus dedos remueven con delicadeza, a un ritmo que va “in crescendo”, y que añade más notas a la partitura que solo esas manos pueden interpretar. Melodía que va escalando hacia lo más alto del pentagrama, pasando de corcheas a semicorcheas, de fusas a micro fusas, fundiéndose todo en una armonía celestial, que enmudece al mundo, que eleva sus gemidos de forma involuntaria, haciéndonos llegar al cielo; a mí como observador, a ella como dueña de sus manos que me traicionan mientras se toca frenéticamente, aguantando la respiración, dejándose llevar, traspasando la física convencional, alcanzando el zenit, culminando… culminando

 

Llega al climax sin necesitarme, ni a mí ni a nadie. Me descubre tras la puerta sonrojada. Yo doy un paso al frente, amenazador, dispuesto a ser mejor amante que sus manos o intentarlo hasta que no quede nada más en nuestro mundo, que decirnos adiós. Hasta que llegue ese día, cumpliré condena sin temor, pues en esta y todas mis posibles vidas, soy prisionero del deseo y de este maldito amor.