Orgulloso de mi trabajo
Josean Amores
Cuando saqué la inyección de su globo ocular y observé el cuerpo inerte del cadáver que yacía sobre la mesa, me sentí orgulloso del trabajo realizado. ¿Qué problema hay en reconocerlo? A veces la gente se pasa de humilde. Les cuesta reconocer sus virtudes y caen en la falsa modestia. Yo no. Se me da bien lo que hago, y disfruto haciéndolo. Aunque cueste entenderlo.
«¡Eres un sádico! —me suelen decir—. ¿Cómo puedes dormir por las noches?».
«A pierna suelta», pienso yo. Se creen que soy un desalmado, que no tengo piedad. Yo lo veo justo al revés. Es precisamente por compasión que me esmero en todos y cada uno de mis servicios como si fuesen mi propio padre. Y eso me ha llevado a perfeccionar la técnica y mejorar con el paso del tiempo: encargo tras encargo, persona tras persona y cadáver tras cadáver, hasta sublimar la técnica y ser la envidia de mis compañeros.
No siempre ha sido así. Aún recuerdo mi primer día. ¿Cómo olvidarlo? Todavía resuenan en mi mente las palabras que me dirigió «El Capo», como llamamos entre nosotros al jefe:
—Esta es una faena ingrata. Somos un servicio esencial, aunque el resto del mundo decida mirar para otro lado y fingir que no existimos. Eso sí, cuando llega la hora de la verdad y están desesperados, todos corren a pedir nuestra ayuda. Por eso necesito saber si estás preparado. Piensa que, cuando des un paso adelante, ya no habrá retorno. Lo que hagas y veas desde ahora quedará para siempre en tu mente. ¿Estás dispuesto a vivir con ello?
—¡Señor, sí, señor! —exclamé con un tono marcial y con una seguridad que no tenía. De hecho, seguía sin saber dónde me había metido ni era muy consciente de la magnitud de los encargos que tendría que desempeñar a partir de ese momento. Tan solo buscaba un trabajo estable y que no fuese monótono. Y la respuesta a mis inquietudes parecía estar en un anuncio breve en la sección «Clasificados» del diario comarcal:
Buscamos gente atrevida y con mucha fuerza, tanto física como mental. Trabajo ingrato, pero muy bien remunerado. Llámanos.
Tras la arenga final, llegó el primer encargo: al parecer, era un pez gordo de la zona alta de Barcelona. El capo salió de su oficina y con voz firme dijo:
—¡Vamos, señores, que aquí estamos para trabajar! Nuestro primer trabajito del día es con Vicente Romero Fernández, de 67 años. Rodrigo y Pedro, vosotros os lleváis al nuevo para que empiece a familiarizarse. De momento que observe y aprenda, pero no le dejéis intervenir a no ser que sea imprescindible. Aún está muy verde y no quiero perderlo en su primer día de trabajo.
Con ese discurso todavía en mi cabeza, nos subimos los tres a una furgoneta blanca sin ningún tipo de rotulación en sus paredes y atravesamos las calles de una Barcelona desierta, como si con la ausencia de testigos prefiriese ignorar nuestra existencia. Al llegar a la dirección indicada por el capo, Rodrigo me cogió fuerte por los hombros y me dijo:
—Ahora déjanos hacer a nosotros. Tú, oír, ver y callar. Y nada de hacerse el héroe.
Lo que vi es que nos estaban esperando porque nos abrieron la puerta sin llamar al timbre. Lo que oí fue el desgarro de la hija del tal Vicente al ver que íbamos en busca de su padre. Todavía hoy puedo recordarlo. Y lo que callé fue el golpe accidental que Rodrigo y Pedro dieron en la cabeza del susodicho al introducirlo en la furgoneta. El aprendizaje de aquella noche continuó al comprobar lo que hacían mis compañeros con el cuerpo sin vida de aquel ricachón. Al principio aguanté estoicamente. Poco a poco mi fortaleza se fue quebrando, hasta que finalmente acabé vomitando toda la cena en una papelera.
—¡Vete acostumbrando, chaval! —me dijo el capo dándome un par de palmadas en la espalda.
Ha pasado mucho tiempo desde entonces, y ahora soy yo el que da palmaditas a los nuevos. Me llamo Julián, soy tanatopractor y me encanta mi trabajo. Y, cuando llegue tu momento, desearás caer en mis manos.