Ojos verdes

Laura Gran

Disponía de unos días libres, y una amiga me habló de un lujoso balneario donde te trataban como a una reina. Sin pensarlo, para no arrepentirme, hice la reserva y, por primera vez después de quedarme sola, me aventuré a viajar sin él.

El edificio era muy antiguo, aunque habían sabido recuperar el brillo de sus años de esplendor, allá por 1800.  Rezumaba elegancia y clase. Su decoración te transportaba a otra época a través de esos muebles: preciosas antigüedades que salpicaban cualquier rincón.

Mi habitación (la 307) era regia. Una gran cama presidía el centro. Llamó mi atención ya que lo primero que pensé fue que era muy alta; alguien podría esconderse debajo con facilidad. No es que sea miedosa, pero es una tonta manía que tengo: mirar debajo de la cama antes de acostarme.

La primera noche cumplí a rajatabla con mi ceremonia.  Por supuesto, no había nada debajo de todas aquellas faldas y colchas que la cubrían, lo que me hizo sonreír. Estaba tan agotada que no me costó mucho dormirme. 

En algún momento de la noche, escuché un susurro que procedía del suelo. Intenté abrir los ojos, pero no lo conseguí. Mi cuerpo estaba paralizado; sin embargo, no tenía miedo; muy por el contrario: me sentía fenomenal.  En aquella oscuridad, era obsequiada con suaves caricias que me envolvían de excitación. Algo parecido a miles de dedos me recorría por encima del camisón. En algún momento, el raso de la prenda comenzó a retirarse, dejándome desnuda y vulnerable. El placer llegó a oleadas y me diluí en medio de aquella locura.

Cuando desperté a la mañana siguiente, comprendí que todo había sido un sueño (uno muy erótico) producto, seguramente, de mi necesidad de cariño.  Me sentía fantástica como hacía mucho tiempo no me sentía, y olvidé el asunto, para adentrarme en la relajación de aquel bendito lugar.

 

Al entrar al comedor, observé un enorme retrato que presidía el salón. Un caballero atractivo y vestido de época me observaba desde unos interesantes ojos verdes. La camarera, que me atendía, parecía llevar mucho tiempo en el establecimiento, así que le pregunté quién era el hombre del retrato. Me dijo que era el conde de Trasmuz, antiguo dueño y fundador del balneario. No tuve que insistir mucho para que me contara su historia. Al parecer, el caballero tuvo un final trágico. Su esposa falleció en la noche de bodas. Las malas lenguas de la época decían (según la camarera) que la condesa no había podido resistir la pasión del conde y había muerto de placer. Al haberse despertado al lado de su amada sin vida, el caballero acabó con la suya, allí mismo, a manos de su propia espada. 

 

Esa noche me dormí pensando en la historia tan romántica que me habían narrado, y mi experiencia erótica volvió a repetirse con mucho más realismo. La verdad, yo estaba como loca. Esos orgasmos no los había tenido nunca despierta y, ahora dormida, volaba hacia el paraíso con un amante invisible surgido de debajo de esa enorme cama.

La última noche de mi estancia en el hotel, decidí no dormirme o, por lo menos, intentarlo a base de unos cuantos cafés cargados. Miré debajo de la cama sin éxito; comprobé que la puerta estaba cerrada con pestillo y, algo nerviosa, fingí el sueño. Vi pasar los minutos hasta altas horas de   la madrugada en que, exhausta, caí en un ligero sopor.  Un rayo de luna intentaba colarse a través de las cortinas del balcón e iluminaba débilmente el dormitorio. Noté ese frío intenso que anunciaba mi delirio. Cuando se deslizó entre mis piernas, intenté tocarlo. Mi mano atravesó su cuerpo, y el verde extraño de unos tristes ojos me enloqueció, mientras me levantaba a un palmo de la cama sin necesidad de tocarme. Volví a rozar el cielo. Al despertar, me sentí muy apenada por tener que abandonar ese templo de sensaciones.

Antes de partir, busqué a la camarera.

—¿Puede decirme cuál era la habitación de la condesa? —pregunté ansiosa. 

—La más solicitada: la 307 —respondió convencida.

El enorme espejo, que presidía el hall, me devolvió mi reflejo y vi asombrada cómo el conde estaba a mi lado mirándome con pasión.