Navidad entre violines

Míriam G

Un tropel de piernas le pasaban por delante afanándose en hacer las últimas compras de
Navidad, él no les estaba prestando atención: la música proveniente de una tienda lo tenía
absorbido: “Adeste Fideles” se había presentado a él como un fantasma, y sin pensarlo,
había empezado a reproducirla en su violín ya inexistente. Una sonrisa se dibujó en sus
labios, cualquiera podría pensar que era un loco, pero si se fijaba bien, vería la historia que
su rostro y sus manos contaban.
Una historia poco común de un hombre con las manos llenas de callos por su trabajo
como soldador, herencia de su padre, y de largos dedos que utilizaba para tocar el violín en
sus ratos libres, pasión compartida con su madre. Una historia con momentos muy
amargos compensados por otros muy dulces. Una historia que tuvo un punto y aparte con
una crisis económica tan fuerte, que lo llevó a vivir entre cajas de cartón y a dormir en
bancos del parque, portales, cajeros…
Los inicios siempre son duros, pero unos inicios de tal envergadura, son terribles. Aun
así, en aquel momento pudo pernoctar algunas noches en albergues sociales, y tocando el
violín, podía sacar lo suficiente para comer cada día, o casi cada día. Poco a poco se fue
acostumbrando a su nueva vida, tenía su música y eso le salvaba de caer en la desesperanza
más absoluta, porque bien es sabido que cuando se pierde la esperanza se pierde todo.
Y ocurrió, la perdió aquella noche en la que unos chavales le dieron una paliza y le
destrozaron su precioso tesoro delante de él, destrozaron mucho más. Su fe en la
humanidad quedó hecha trizas igual que su violín. Era incapaz de comprender el
comportamiento cruel e inhumano de esos chicos. Los médicos de urgencias le tuvieron
que poner puntos, pero no podían coser la parte de su ser que se había quebrado.
Salió del hospital sin rumbo, arrastrando su carrito y sumido en una indescriptible
tristeza. No se dio cuenta de que un perro callejero color canela lo iba siguiendo de cerca.
Cuando reparó en el chucho intentó en vano que se fuera, pero el obstinado animal, había
decidido que ese humano valía la pena, y así fue como se hicieron inseparables. Le llamó
Violín, en honor al que había perdido, le parecía muy poético. Los días y las noches fueron
mucho más llevaderos gracias a su nuevo amigo, valía la pena perder la oportunidad de
dormir en un albergue, donde no aceptaban animales, a cambio de la compañía.
Lo que peor llevaba no era el frío ni el hambre, lo peor era la invisibilidad que lo envolvía,
a veces le parecía que se había convertido en una sombra de la ciudad, que prácticamente
nadie alcanzaba a ver, como un fantasma que vagaba de un lugar a otro. Cuando hacía
sonar su instrumento, algunas personas le hacían caso o se paraba a dejar alguna moneda,
pero sin la música… era mucho más difícil. A veces se preguntaba si también él había sido
tan egoísta cuando tenía un trabajo y un techo… No encontraba respuesta, su pasado se le
antojaba como un sueño.
La canción había terminado, y con ella el vagabundo había tocado la última nota en su
violín imaginario. Cuando abrió los ojos, una lágrima se había escapado sin su permiso, se
la enjugó rápido, para que nadie lo viera «Que estupidez, como si alguien se fijara en mí».
Pero en eso se equivocaba, un chaval que pasaba por allí de camino a su casa cada tarde se
había parado a observarlo. Había visto al vagabundo muchas otras veces, pero esta vez, se
paró en seco: acababa de salir del conservatorio, y la misma canción que estaba sonando y
que aquel hombre estaba recreando a la perfección era la que acababa de interpretar en su
recital de violín. Vio la lágrima, vio todo lo que aquel hombre podría haber sido y salió
corriendo hacia su casa.
Las tiendas ya estaban cerrando cuando vio que un chico de unos trece años corría hacía
él, o eso parecía. El muchacho se paró a su altura, casi sin aliento. El vagabundo estaba
alerta, no sabía que intenciones tenía el chaval.
—Perdone, señor, pero temía que se hubiera ido y antes tenía que darle esto— dijo
quitándose una mochila enorme y dándole una bolsa llena de lo que parecía comida— He
cogido lo que he pensado que le sería más práctico comer, pero lo que de verdad creo que
le va a gustar es esto— y le dio la mochila.
El hombre no entendía nada, cogió la mochila y miró el interior. ¡No se lo podía creer!
—Pero chico ¿Te has vuelto loco? ¡No me puedes regalar esto!
—Claro que sí, suena mal decirlo, pero tengo uno nuevo esperando bajo el árbol. Quiero
que se lo quede y pueda tocar “Adeste Fideles” como es debido, o lo que le apetezca. Y creo
que es el mejor regalo de Navidad para ambos. Por cierto, soy Ángel.
El vagabundo se echó a reír —Ni que lo digas, eres mi Ángel, encantado, soy Luis, y este
chico de aquí es Violín— encajaron las manos sonriendo, aquel chico le había devuelto algo
que ni se imaginaba: la esperanza.
Cogió el violín lo colocó bajo su barbilla: tocó, y tocó, amenizando la nochebuena al
vecindario.
***