Malditas losetas

Uriel Arechiga

Una risa, una tos, o inclusive una inspiración fuerte, provocaban los ataques de asma, que cada año, desde que tenía cuatro, me llegaban como una maldición.

Los doctores no atinaban a saber qué era lo que me afectaba. Un tío tenía la teoría de que la causa de mi enfermedad era la falta de esmog porque el tráfico descendía desde el Domingo de Ramos hasta el de Pascua. Yo sufría por partida doble porque, postrado, respirando apenas, no podía jugar y entonces, cuando ya me sentía bien, las vacaciones habían terminado.

Mi abuela, en su sabiduría, le dijo a mi mamá que me dejara unos días con ella para que comiera bien y agarrara fuerzas porque me veía muy enclenque. Asunto cerrado: me fui a la casa de mi abuelita a comer hígado y a tomar tés de no sé qué, con la prohibición estricta de bajarme de la cama, so pena de unos azotes.

Salvo esos pequeños detalles, me gustaba que me consintieran, en especial mi abuelo que, al regresar a la casa, después de cerrar su cantina, me llevaba una gelatina o chocolates (que me daban virulentos ataques de asma). 

Un día, llegó con un señor muy viejo, de esos que, cuando eres niño, te hacen preguntarte cuánto les falta para rendir cuentas ante el Creador. Se llamaba don Eleazar y, desde la primera vez que lo vi, me dio miedo.  Tenía algo tétrico en la forma en que uno de sus ojos me miraba fijamente, sin parpadear, mientras movía el otro. Además, no hablaba, como que le dejaba todo ese trabajo a mi abuelo.

Don Eleazar acompañó un par de días a mi abuelo a saludarme; después continuó yendo a visitarme sin él. Se sentaba y se me quedaba viendo con ese ojo, como queriendo taladrar mi alma, mientras que con el otro exploraba la habitación. Seguía sin decir nada. Yo le dije a mi abuelita que no lo quería tener ahí en mi habitación, pero me explicó que se trataba de una persona que había sufrido mucho y estaba muy solo, por lo cual, como niño bien educado que era, debía aceptarlo de buena gana; si no, siempre quedaba la opción de los azotes.

Los días pasaron, y don Eleazar con su ojo taladrante, me seguía visitando. Me daba tanta angustia quedarme con él que hasta me sorprendí queriendo regresar a la escuela. Ya se trataba de una rutina, cuando un día se paró y caminó hacia a mí, extendiendo su mano.

En ese momento los bronquios se me cerraron, ya que el aire dejó de entrar a mis pulmones; él soltó una especie de cacareo al tomar un chocolate del buró junto a mi cama. Comprendí que se estaba riendo, pero después el sonido se hizo más raro. Se señaló la garganta y comenzó a golpearse el pecho; su cara se puso color berenjena porque no podía expulsar el trozo de chocolate. Yo, en el más puro estado de terror, vi cómo pegaba un brinco y su ojo de pesadilla salía disparado hacia mí.

Mi abuela me dijo que me había desmayado y que Don Eleazar, por fin (así dijo), se había ido al Cielo y que ella con mi abuelo se iba al velorio. Me pasó un rosario y una hojita con las letanías para que rezara por mi amigo. Me sentí mal, seguro de que, si hubiera sabido de nuestra amistad, no le habría tenido miedo.  

No llegué al segundo padrenuestro, porque caí dormido, cosa que supe cuando me despertó el ruido de algo que fue recorriendo las losetas del cuarto para terminar debajo de mi cama. ¡Malditas losetas! ¿Por qué en ese cuarto no había alfombra como en los otros?

El impulso de mirar era mayor que el miedo de saber que no era natural que un objeto llegara por sí solo desde la puerta hasta debajo de la cama. Me asomé con precaución; se trataba de una canica de buen tamaño, y me arrastré para alcanzarla. Al salir, abrí el puño para encontrarme con el ojo de don Eleazar, que me miraba.

Mi abuela me encontró tirado en el piso con el ojo de vidrio, junto a mi oreja izquierda.