El zombi

Manuel Alonso

Siempre he tenido aversión hacia los zombis. Nada asociado a ese concepto llama mi atención. A pesar de ello, los zombis siempre se me atraviesan. Mi primera experiencia con una criatura que responde a esas cualidades fue en la secundaria. Tenía un profesor de inglés que respondía perfectamente a las características de estos seres.

Era un norteamericano, muy alto y corpulento, de pelo corto y desaliñado. Supongo que solo tenía dos trajes color gris, que alternaba por semana, siempre arrugados y con manchas de todo tipo. Calzaba unos zapatos negros, burdos, de suela gruesa, con varias capas de pintura.

Como apreciarán, su aspecto era poco agradable y, como si no fuera suficiente, su cuello estaba repleto de hendiduras y cicatrices, posiblemente originadas por una quemadura. Siempre caminaba muy rígido, con la mirada fija al frente. Parecía que su pescuezo carecía de movimientos. 

Era corto de palabra. En alguna ocasión, lo saludé de mano. Parecía que tomaras un ladrillo: pesado, grande y ríspido. Y, como dicen los gringos, dejaba un statement dándote un fuerte y largo apretón.

Conforme transcurría el curso, nos dimos cuenta de que este hombre de aspecto tosco no era tan temible como aparentaba. Es más: simulaba ser ingenuo y bonachón, al grado de que empezó a ser víctima de bromas propias de adolescentes. 

Era un sujeto de hábitos. Llegaba al salón, emitía una especie de gruñido para anunciarse; se retiraba el saco, lo colocaba en el respaldo de la silla, tomaba asiento, pasaba lista, se levantaba y desde el pizarrón impartía su clase.

Habían transcurrido ya tres meses del ciclo escolar, y el respeto o el temor iban cediendo. Apenas nos daba la espalda, algunos compañeros imitaban subrepticiamente su gruñido; él solo giraba y lanzaba una mirada de pocos amigos, suficiente para recuperar el orden.

Cada dos materias, había una pausa de 15 minutos, que aprovechábamos para ir a la dulcería. Gabriel, un compañero reconocido por ser serio y buen estudiante, se había comprado un chocolate que no pudo terminar y lo guardó en su bolsillo.

Concluida la materia, la barra se había derretido dentro de su pantalón. Quiso tirarlo a la basura, cuando un compañero le gritó:

—¡Gabriel! Embárralo en la silla, a ver si el El Zombi manda su traje a la tintorería. —Siguieron varias risotadas.

Gabriel, con su prudencia acostumbraba, se negó, pero el incitador insistió:

—¡Ándale güey! 

Al mismo tiempo, un coro respaldaba la petición. A Gabriel no lo quedó más remedio que ceder ante la presión y le untó al asiento una discreta pero suficiente pasta de chocolate. Estaba muy nervioso; llevaba una intachable trayectoria como estudiante, y esto podría lastimar su reputación.

Entró El Zombi y cumplió al pie de la letra su rutina. Apenas se sentó, el salón entró en un silencio nervioso y forzado. Sin embargo, nada sucedió. Se puso de pie al frente del pizarrón y entonces sí, como si alguien hubiera dado una señal, estallaron las risas incontrolables. El Zombi volteó violentamente, preguntando qué sucedía. Las carcajadas eran incontenibles. Solo uno de los cuarenta alumnos ahí reunidos se mantenía impávido.

—¡Gabriel! Dime qué pasa —gritó enfadado el profesor.

Gabriel parecía haberse quedado en estado catatónico, inexpresivo, seco. Casi en cámara lenta clavó su mirada en la silla. El Zombi hizo lo mismo y entonces descubrió el desagradable embadurnado del asiento. Sin pensarlo, arrojó con furia el borrador que sostenía en su mano. Por fortuna, Gabriel reaccionó a tiempo y esquivó el proyectil.

El Zombi parecía estar fuera de sí; con su rostro encendido, arrojaba saliva y espetaba palabras difíciles de distinguir. Saltó de la tarima y se fue sobre Gabriel, que salió disparado, mientras El Zombi corría detrás de él como un energúmeno, arrojando libros y otros útiles que recogía en su camino.

Al final, el castigo para Gabriel fue muy duro: fue expulsado por tres días, reprobado en inglés y tuvo que pagar la tintorería del traje completo; menos mal. De El Zombi no volvimos a saber nada. Desconocemos si fue despedido o su orgullo le impidió volver a las aulas.

Desde entonces, concibo a los zombis lejos de la concepción clásica y más cerca del concepto de la otredad. Entendí que no somos capaces de aceptar a aquellos que son diferentes; estamos llenos de prejuicios y estigmas que no nos permiten observar con claridad y sí, en cambio, emitir juicios precipitados e injustos.

Seguramente, el profesor de inglés era un buen hombre y nosotros, reflejándonos en él, sustrajimos el zombi que tenía preso en su ser, ese que todos nosotros tenemos contenido y que tarde o temprano se manifestará.