Lo que se perdió en la memoria
Sandy Manrique
Un visionario creó un espejo que revela verdades escondidas en el alma, incluso aquellas que quizá no recordemos. Muestra al usuario imágenes de lo que guarda en su sombra, la realidad oculta a ojos ajenos por ser dolorosa. La inversión es considerable, pero he decidido intentarlo.
Me dijeron que al mirar mi imagen en este espejo curaría mis aflicciones. Y aquí estoy sentada en un cuarto, sin entretenimiento, despojada de mi ropa Balenciaga y mi bolso Chanel, que me los regresarán pronto me han dicho. Bien sabía que esto era una tomada de pelo, la forma de robar mis pertenencias.
Que respire me han dicho, que inhale en cuatro y exhale en seis para calmar mi mente. Que mire a mi alrededor y nombre todo lo que veo… 1, 2, 3, geranios metidos en una maceta. Un sofá blanco. Un mat morado, qué malos gustos para la decoración. Una varita de incienso. Un espejo de lo más corriente. ¿Es eso un aullido? ¿Será otra clienta? Siempre he pensado que el silencio da respuestas, pero aquí no pasa nada. Veo mi reflejo.
Mejor cierro los ojos y sigo respirando, cuatro, seis, cuatro, seis. Cuando abro los ojos, en el espejo me veo perfectamente ataviada. Mi cuerpo de cinco décadas, con curvas perfectas, un blazer blanco, stilettos, mi vaso de Starbucks en la mano. Busco el iPhone de última generación en mi mano, pero no está.
Me pregunto cuándo usé ese vestuario, veo unas pastillas en mis manos y me estremezco. Sí, por eso vine, porque lo tenía todo, pero ya no sabía qué hacer conmigo. Miro mi cicatriz en la muñeca, en el reflejo se nota pese a la reconstrucción para eliminarla. Está viva, en tono granate.
Cuando miro de nuevo, mi aspecto en la superficie del cristal ha cambiado. Me toco la cara. Siento la piel más tersa, con menos maquillaje. No hay líneas de ningún tipo en mi cuello. Mi situación económica ya había mejorado entonces y podía procurarme cirugías. Los senos se me saltan en una blusa que debió haberme pertenecido cuando era veinteañera.
Atrás de mí está él: mi pareja. Yo le ayudaba a mantener el negocio en marcha. Pese a mis cuarenta, me vestía de manera atractiva, para que las chicas supieran quién mandaba. Había hecho mucho por llegar ahí, desde empleada hasta patrona. Apuro una línea de coca, todos tenemos un gustito para sentirnos mejor. Inhalo, el interior de mi mente se enciende, exhalo en seis.
Escucho los gemidos de nuevo, pero esta vez no vienen de afuera. Vienen de mi imagen en el espejo. Soy más joven, he de tener 20. Los ojos de un cliente me acompañan, mirando insidiosamente. Yo hago para lo que había sido contratada. Jugar con mi ropa minúscula, deslizarla con lentitud. No es nada del otro mundo, me dijeron, no es prostitución, pero vaya si tú quieres y te arreglas con el cliente. Yo no quería, pero cuando llegó la coca, me perdí.
Es raro. Este espejo está contando mi vida al revés. Mi apariencia ha cambiado de nuevo. ¿Qué ha quedado de mí en el espejo? Una treinteañera con ropita jodida, la que creía que trabajar de nueve a cinco la sacaría del hoyo. Tecleando 110 palabras por minuto, pese a haber completado los estudios de medicina, zapatos de piso, los necesarios cuando se anda en camión. Reconozco el chongo, la mirada baja, las ilusiones pisoteadas a diario. Extrañamente le veo sonreír.
Caigo al suelo; entiendo que en mis 30 yo era feliz. Es casi una epifanía llegar abajo y saber que no es posible caer más. Repaso mis malas decisiones, las pienso una a una. Un brillo me hace abrir los ojos. Es el espejo haciendo rebotar la luz, pero ¿de dónde viene? ¿Qué me llevó a tomar malas decisiones? No entiendo nada.
Hago un esfuerzo por levantarme, en el espejo ahora veo un cuarto sumido en las penumbras. Sobre la cama hay una niña de dientes separados, cabello corto y mal arreglado. Se ilumina la habitación por un momento, veo ¿a mis padres? saliendo por la puerta, me dicen que regresarán pronto, que me porte bien, que no quieren queja. Un hombre gordo entra.