Carmen Pérez

Laura

Descorro las cortinas con cuidado para asegurarme de que no está mirando. Desde que llegué, siempre está ahí, vigilándome. Pero hoy parece que no; al menos no le veo. Me decido a asomarme. Es una mañana preciosa. Diciembre en Huelva no es el diciembre de Zamora. Llevo tres días sin salir a correr, con lo que me gusta, y todo por el puñetero miedo. Pero hoy estoy dispuesta a no dejarme acobardar; tengo derecho a vivir como me dé la gana. Aunque he de reconocer que estoy deseando que a José Luis le autoricen el traslado y pueda instalarse conmigo. Maldito mundo este en el que no puede vivir en paz una mujer sola.

Termino de estrujar la naranja contra el exprimidor, como si de esa manera pudiera aplastar todos los peligros, y de dos tragos me bebo el zumo para recargarme de energía. Meto en la mochila una botella de agua y un plátano y reviso la batería del móvil. Activo la ubicación en tiempo real. No solo porque me pueda romper un tobillo (como ya me pasó una vez): es sobre todo por ese hombre.

Nada más abrir la puerta, veo que ya está ahí, observándome desde su ventana. Me hago la despistada y me doy la vuelta, mientras un sudor frío empieza a asomar por mi nuca. ¿Qué hago? ¿Vuelvo a entrar? ¿Me olvido de correr hoy también? No me da la gana; no puedo dejar que el miedo controle mi vida de esta manera. Cierro la puerta  y me apoyo en la pared para coger primero mi pie derecho y luego el izquierdo, y doblar las piernas para estirar abductores.

Saco el móvil y vuelvo a comprobar batería, ubicación y cobertura. Me dan ganas de llamar a mi madre o a José Luis, pero son las siete de la mañana: se pueden pegar un buen susto. Desde que les conté que hacía tres días el tipo ese me había seguido hasta el colegio, no dejan de llamarme dos o tres veces al día, cada uno. No, no voy a preocuparlos más; además, si los llamo, intentarán convencerme de que no vaya a correr. Mejor, les mando un mensaje donde les digo que no voy a salir; así, estarán tranquilos. Respiro hondo, miro ese cielo andaluz tan azul, y salgo corriendo.

Por precaución no me he puesto los auriculares, así que intento disfrutar de los sonidos de la naturaleza, aunque a estas horas no son muchos; algún pajarillo madrugador y una pizca de viento que mueve las hojas de los árboles. Giro la cabeza de vez en cuando; afortunadamente, no veo a nadie. Pero sigo intranquila; quizá debería volver. No consigo acompasar mi respiración a las zancadas. Voy tiritando, y no es de frío.

No llevaré más de diez minutos corriendo cuando, a lo lejos, empiezo a oír el motor de un coche. Me paro en seco. Me doblo para frotarme las piernas. El ruido se va acercando. ¿Qué hago? Ahora no puedo darme la vuelta; me lo encontraría de frente. ¡Piensa Laura, piensa! Quedan unos dos kilómetros para el cruce con la comarcal. Me lanzo con todas mis fuerzas; tengo que llegar antes de que me alcance. Miro hacia atrás, y ya puedo ver el polvo que levantan las ruedas a su paso por el sendero; cada vez está más cerca. ¡Ay, mamá, que no llego al cruce! ¡No llego!

Corro y tiemblo, tiemblo y corro. Quiero gritar, pero sé que perderé fuerza si lo hago. Esprinto como una loca; me tropiezo, mantengo el equilibrio a duras penas. Siento el coche a mis espaldas. ¿Qué hago? ¿Me meto a través del campo? No me da tiempo: casi lo tengo encima. Toca el claxon, me paro y me aparto. Ojalá pase de largo… pero, en cuanto me rebasa, pega un frenazo, y un tipo se baja. ¡Es él! ¡Y trae una cuerda entre las manos! Me doy media vuelta, pero un tirón en mi coleta me lanza hacia atrás y sé que ya es tarde para gritar socorro.

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