Las escondidas
Diego Covarrubias
Mi misión es matar el tiempo
y la del tiempo matarme a mi.
Se está bien entre asesinos.
Emile Cioran
“¡Noventa y siete, noventa y ocho, noventa y nueve y… cien!, listas o no, ¡allá voy!”. María abre los ojos y su mirada abarca de golpe la cocina, la sala y el comedor del pequeño departamento. Ni rastro de las niñas. “¿En donde estarán?” las palabras rebotan en las paredes, y como otras veces, se quedan amontonada en las repisas, a un lado de las fotografías familiares. Todavía con el rosario que ha usado para contar entre las manos, camina hacia el baño de visitas. Sus pisadas lastiman las baldosas y producen un eco sordo que rasga el silencio. Abre la puerta y grita “¡Sorpresa!”, pero el grito enmudece frente al espejo, aburrido de repetirse todas las tardes. Sale del baño. Se voltea hacia el pasillo que lleva a las habitaciones, y vuelve a decir, ahora con una voz que se agrieta en su garganta, como si la sacudiera un temblor: “¿En donde estarán?” Sus pasos se hacen cada vez más lentos y alargan el pasillo como si estuviera en una película de terror caminando por un túnel fangoso que sulfura soledades.
Juan entra al departamento y encuentra a María inmóvil a la mitad del pasillo, como si hubiera perdido el rumbo, como si estuviera pausada en una serie de Netflix, incapaz de dar otro paso hacía la puerta del cuarto de las niñas. Una puerta que permanece cerrada desde hace más de cuatro años, desde aquel día en que las niñas salieron a la tiendita a comprar dulces y no regresaron. “¿Qué haces María?, ¿estás bien?”, le pregunta. Detrás de una espesa lluvia de lágrimas, María abre sus brazos como si fueran un paraguas negro o las alas de un cuervo, y tropezándose con los sollozos, le contesta: “Si mi amor, estoy jugando a las escondidas con las niñas, pero todavía no las encuentro.”
Juan la cobija con un tierno abrazo; un manto protector erosionado por el vacío y por el tiempo, y como si fuera un pajarito herido, la conduce cuidadosamente a la cama. Se sienta a su lado y ahí permanece, acariciándole el pelo hasta cerciorarse de que las pastillas hacen efecto y María se queda dormida. Después, se dirige al baño para iniciar el ritual diario de deshabitarse, de aflojar las ataduras de la máscara y de los disfraces. Cuando termina, se mete a la cama y se cobija en una oscuridad profunda que se parece mucho a un naufragio en medio del mar. Cierra los ojos y espera con resignación a que lleguen las ausencias nocturnas a poblar su insomnio de tristezas.