La voz de las manos
Ana Efigenia
Vestía unos vaqueros pitillo del color del azabache, unas Converse desgastadas con jirones y la puntera roída, una camiseta holgada que escondía su delgadez y una cazadora de cuero repleta de cremalleras. Caminaba despreocupado con las manos metidas en los bolsillos, pateaba las piedras y observaba dónde frenaban. Ladeó la comisura de la boca al contemplarla. Durante un momento titubeó en la marcha: avanzó dos pequeños pasos y los retrocedió. Se oyó el canto de las cardelinas y al viento silbarlas. Las escuchó por primera vez. Solía pasear por aquel parque cuando la tristeza lo engullía y jamás habían llamado su atención.
Aquel día fue diferente. Las ramas de los árboles se mecían al compás de los trinos, el aire se convirtió en brisa, la luz era nacarada y la paz absoluta. Se apoyó en el tronco de un quejigo y la contempló por largo tiempo. Ella permanecía sentada en un banco que arropaban varios árboles, y movía las manos sobre un libro que sujetaba. Disfrutó del aroma de la yerbabuena mezclado con el aroma a vainilla que desprendía Elda. Sintió un cambió de compás en su corazón: pequeños saltos que lo asustaban a la vez que le proporcionaban un extraño placer. Ladeó la comisura de la boca. Se fijó en un hombre que se acercaba y que se quedó a cierta distancia del banco. Vio cómo pulsaba un reloj, y a continuación cómo la chica se tocaba la muñeca. Elda cerró el libro a la vez que se levantaba y se dirigió hacía al hombre con mucha cautela.
Volvió durante seis días consecutivos a la misma hora. Allí la encontraba. Tenía una melena larga del color del chocolate, la piel bronceada con pellizcos dorados, un rostro dulce y natural en el que destacaban el tono anaranjado de sus mejillas y los hoyuelos que se le hacían al gesticular. Descubrió, el segundo día, que era sordociega. El pavor le mordió el sentido. Sintió un dolor abstracto, sin localizar, un nerviosismo desconocido y una atracción sobrenatural que lo empujó a buscar su cercanía.
El siguiente día no estaba. Se sentó en el mismo sitio que lo hacía ella. Cerró los ojos, estiró los brazos sobre el respaldo del banco, apoyó la nuca sobre la madera y se dejó mecer por la magia del entorno. Se durmió.
De pronto una mano lo despertó, le tapaba un ojo. Abrió el otro, ladeo la comisura de la boca y se quedó perplejo al encontrarse a la chica que le robaba el sueño. Notó cómo la chica se sonrojaba y sintió cómo acentuaba la presión de los dedos que tocaban su cara. Permaneció inmóvil a pesar de sentirse agitado. La chica apartó la mano y la entrelazó con la otra. Esperó quieta.
Lu se levantó y se acercó a Elda. Había imaginado muchas veces cómo sería su primer contacto con ella. Observó su semblante mientras decidía en poco tiempo cómo tocarla, miró hacía sus manos y vio que tenía las yemas de los dedos blanquecinas de tanto apretarlas. Rozó el canto de una de estas con el dedo corazón. La fuerza simultanea de ambos cuerpos forjó un vínculo inmediato. Elda continuó a la expectativa. Lu sujetó sus manos y entonces ella las desenlazó. Hacía poco tiempo que había descubierto que podía ser tierno, y la guio con exquisita paciencia hasta el banco para que se ubicara. Dejó que se sentara sola cómo tantas veces la había visto hacer. Él lo hizo a su lado y simplemente esperó a que el ocaso los envolviera. Esa tarde solo se acompañaron. Al despedirse no adivinaron la manera de hacerlo…
Pasaron meses y los encuentros se siguieron sucediendo. Se sentaban a sentir y a escucharse… Uno de los días que Elda tardó en llegar, Lu la esperaba ansioso y ella se percató. Elda, atrapó su rostro entre las manos y acarició su contorno hasta llegar a la boca. Con el dedo índice dibujó una línea desde la comisura hasta el moflete, recreando su fiel gesto. Así descubrió, Lu, que ella conocía su lenguaje, su forma de comunicarse e incluso parte de su forma de ser.
Se habían hablado desde el primer día. Con la voz del interior, esa que solo escucha quién osa buscarla. O con las manos, que danzan formando palabras.