La palabra | Roy Carvajal
Las ventiscas recorrían las dunas de oro hasta Al-Siraj, el antiguo asentamiento de refugiados en el límite del desierto. Allí crecí hasta verlo erigirse en un poblado de adobe, maderos y techos de lona, en medio de la incertidumbre.
Los fundadores fueron muriendo, enterrados bajo losas de madera a los pies de las palmeras, llevándose en sus bocas resecas nuestra ley, traicionera como escorpiones del desierto. Nunca escrita en pergaminos, ni pronunciada, pero todos en el pueblo la aceptábamos sin cuestionamientos: respetar la palabra prohibida.
Las mujeres y sus niños, los alfareros, los cosechadores de olivas, los artesanos, temíamos que alguna vez se saliera de nuestras bocas, aunque no la conociéramos, pues nunca fue enseñada. La palabra prohibida, la palabra desconocida. Como si la vibración de su sonido pudiese ocasionar terremotos, como si fuese a rasgar el cielo en tormentas de arena.
El mediodía traspasó la piel a pesar del resguardo bajo mi tienda. Ataba mi pañuelo a la cabeza cuando vi a Youssef. El jovencito, flaco y con un sombrerillo turco, de piel tan marrón que parecía el mono escapado de algún nómada. Según me dijo, se fugó de un campamento y vino a parar a Al-Siraj. A veces lo veía pasear por las callejuelas, entonces le pedía que me ayudara en la tienda a cambio de un par de monedas de plata.
—¡La palabra, esa palabra! —dijo a viva voz, zigzagueando su cuchillo diminuto de hierro en medio de la plaza atestada de mercaderes.
Los murmullos colmaron la plaza, las madres taparon oídos y bocas de sus hijos. Me acerqué a él, curioso por saber qué lo inquietaba.
—¡No sé a qué le temen! —gritó a todo pulmón guardando el cuchillo en su funda.
Nunca pude darle explicación, si la supiera, temía lo peor si se rompía el silencio.
—¡Pssst!… chico… ayúdame a poner aquellas cerámicas en la alfombra, ¿quieres? —le dije en voz baja, pero ni sonando el saco lleno de monedas me respondió.
Quedó mirando fijo al sabio acicalarse la barba amarilla en la trastienda, tan arrugado y oscuro que parecía un dátil, con su turbante impecable y sentado en un taburete. Se aferró al báculo y se acercó a Youssef. Le puso la mano lánguida en la cabeza.
—No busques palabras, esa palabra… te destruirá —le dijo con aliento seco.
El rostro de Youssef se tensó igual que un higo aplastado y echó a correr despavorido, hacia el desierto. No lo volví a ver durante días.
***
En una madrugada silenciosa hacía un recuento de la mercadería, y vi pasar a Youssef a toda prisa. Lo seguí a distancia, preocupado, ya extrañaba al huérfano. Caminó hasta el centro de la plaza y se detuvo. No había nadie temprano. Me escondí entre los toldos.
Se dejó ir al suelo y cruzó las piernas, meditabundo. Cerró los ojos, como en trance. Respiró hondo. Abrió la boca y…
¡La palabra salió!
Susurro en grito. La madrugada se tupió de nubes arremolinadas girando vertiginosas sobre él. La plaza vibró y se resquebrajó, y lo juro, ¡lo juro que lo vi! Una veintena de ancianos envueltos en mantas raídas emergió de entre las grietas. Rostros cadavéricos, cuerpos desmedrados lo rodearon girando en torno a él, mientras el chico repetía la palabra en mantras. Quedé paralizado, observándolos. Parecían acusarlo. Señalaron con sus uñas largas su vientre.
¡Empezó a arder!
Vi al chico desmoronarse en sus huesos calcinados, enterrándose entre las grietas del suelo junto con los cuerpos de los ancianos.
Los mercaderes y pobladores empezaron a llegar. Tendría que explicarles. Corrí al centro del la plaza. Me acuclillé a ver los restos de la fogata de huesos aún humeante. Se acercaron a ver y nadie se atrevió a preguntar, pero todos comprendimos lo que ocurrió. Al mirar de nuevo la mancha negra de Youssef en el suelo, me vino a la mente la palabra que pronunció… alguna vez la vi grabada a punta de cuchilla en las losas bajo las palmeras.
Alguien tocó mi hombro. El frío bajó hasta la médula y volteé con el corazón desbocado. El sabio de la barba amarillenta, quien solía frecuentar la tienda, vio la mancha en el suelo y me dijo en un murmullo:
—Que nadie vuelva a nombrarlo en vano.