Montando Claras

Carolina Tena

Nada. El alambre que, mordido entre sus dientes, vibraba con cada nota, ya no le servía de nada. El mundo enmudeció para Ludwig Van Beethoven. Tocaba entre las brumas de un bosque nocturno sin estrellas. Pero tocaba y agitaba el silencio. En su mente fabuló una orquesta: sección de viento madera, de viento metal, cuerdas. No era bastante. En la oscuridad de su habitación, fantaseaba con una oda a la fraternidad en la que lo humano y lo divino, lo minúsculo y lo infinito se conciliasen para siempre. Necesitaba más: voces, percusión. Duplicar lo encomendado por la Filarmónica de Londres: una simple sinfonía.

Resistía. Desechó el artilugio que, conectado al piano, pobló a su creación de notas bajas. La sien conocía el camino: una senda en re menor. Una sinfonía nacida desde la evocación y el recuerdo. Pura. Sin sentidos para apreciarla. Sin oído para adulterar la idea: La novena sinfonía.

Cuando de niño su padre lo despertaba, de madrugada, para distraer a un grupo de borrachos al piano; cuando su madre sustituyó, enferma, a sus amigos, porque el padre ató al niño a un violín. Cuando fue rechazado en una, dos o tres proposiciones matrimoniales y decidió fenecer soltero, enamorado de aristócratas que nunca emparentarían con un desclasado, aunque el deseo se colase entre los renglones de su correspondencia, en las cartas perfumadas dirigidas al músico. Cuando mendigaba y exigía más a sus editores por haberse entregado a su arte, por no ser un cortesano bufón de la nobleza. Cuando corría perseguido por el espectro de Wolfgang Amadeus Mozart, ese ejemplo, esa presión y ese temor, ese miedo a no dar la talla, a caer en desgracia a ojos del mecenazgo, a la indigencia. Cuando todo ocurría, paso a paso el ruido se atenuaba y el silencio contribuía a fortalecer sus raíces. Lo ayudaba a comunicarse con el lugar donde nace el germen de cada una de las notas musicales, escondidas en su memoria, donde el oído es intrascendente.

 

El 7 de mayo de 1824, llegó al Kärntnertortheater de Viena, esquivando coches de caballos que abarrotaban la calle aledaña. Era la noche del estreno. Sus ojos lo guiaban. Michael Umlauf se apresuró a recibirlo. Ludwig lo evitó. No quiso ni mirarle. Maldito traidor. Compartirían la dirección de la orquesta. Curioso eufemismo. Los promotores apoyaron, a su manera, a Ludwig. Tenía que estar, desde luego. Él formaba parte del espectáculo que financiaron. Pero requería de apoyo. De una batuta capaz de percibir el sonido de los instrumentos y del patio de butacas, abarrotado. Lo situaron, a Ludwig, junto al director Umlauf. A su espalda, el público. Al frente, sus partituras y la orquesta.

Diez años habían pasado desde que dirigiese su anterior estreno. El concierto comenzó. La sinfonía retumbaba en su mente, poderosa, vibrante. Primer movimiento. Caballos al galope e intervalos de paz. Drama y violencia. Un talud que se desmoronaba entre las rocas. La percusión azotó el alma y oscureció al ser que encerró. Después lo meció.

Segundo movimiento. Aire veloz, un infierno en llamas que se abría hacia la luz. Intensidad. Sus palpitaciones se desbocaron y querían trascender. Sus ojos recorrían sus partituras, que ardían allá donde se encerró, ausente, en un rincón de ingravidez. Sus pies lo sostenían, pero sentía levitar. No estaba presente en su cuerpo, fugado entre sus signos.

 

Tercer movimiento. Respiró. Se detuvo en lo lírico y preparó la entrada del ser humano en lo divino.

Cuarto movimiento. Su mente se liberó. Invitó a las voces a una coral en la que el compositor, creador, fue libre, libre para imaginar su obra al margen de la esclavitud de lo terrestre, más allá de sus propios sentidos. Una sinfonía dentro de una sinfonía, una oda que lo elevó hacia el éxtasis, oda a la alegría, en fraternidad de cuerpo y alma, de la voz y los instrumentos, de lo humano y lo etéreo. Se ensanchó. Observó el Absoluto desde el papel silencioso: su partitura.

Umlauf apareció frente a sus ojos. Sonreía. Le agarró de los hombros y lo giró hacia el público. Cientos de personas en pie aplaudían, con el rostro de quienes habían presenciado un trozo de historia. Música nacida del silencio. Eterna.