La noche

Dante Fors

Llueve copiosamente en el barrio viejo de Santa Tere; los charcos reflejan las luces de las pantallas espectaculares de los altos rascacielos de la vanguardista y suntuaria zona financiera de la ciudad; luces que dan vida a la noche en una ciudad que ya no duerme.

Debajo de un toldo, un joven solitario de mediana edad, cuyo rostro se ilumina con el destello del celular en sus manos, se recarga sobre la pared. Lee con distraída atención las noticias sobre un vigilante que ha estado asesinando criminales de cuello blanco. El barullo de la gente que no deja de transitar por la calle y las sirenas de las patrullas de policía le impiden concentrarse más en la nota. 

En el pequeño y atestado local de tacos de la acera de enfrente, se desocupa un espacio; el propietario que manipula el trompo de pastor en la esquina exterior del negocio le hace señas indicándole que se acerque, mientras le grita con efusividad un “¡Pásale, primo!”.

El hombre guarda su teléfono y, haciéndose techito con las manos, corre hacia el lugar. Debajo del toldo, el taquero le pregunta:

—¿Qué va a ser, primo?

Él contesta con lenguaje de señas; le dice que quiere ocho tacos al pastor.

—¿Cuatro taquitos nada más? Ora, no tienes hambre.

Él mueve enérgicamente las manos en forma negativa y vuelve a hacer las señas más despacio, como si gritara con las manos: “¡Ocho, ocho, zoquete!”.

—¡Salen cuatro! —dice el taquero con una sonrisa mientras le extiende el plato.

Él se limita a voltear los ojos en un gesto de exasperación. Con sus manos dice: “Y una gringa de labio”.

Apenas está sentándose en la mesa recién desocupada cuando entran al local dos policías que se le aproximan de espaldas; uno uniformado y el otro, presumiblemente de rango mayor, con exagerado atuendo de civil. Se notan en sus rostros cansados las horas de trabajo acumuladas. A pesar de la incesante actividad, es claro que es de madrugada. El de civil le dice entre dientes mientras le coloca la mano en el hombro:

—Joven, nos va a tener que acompañar.

El anónimo se sobresalta al sentir el contacto. Con la confusión marcada en su rostro, voltea hacia el taquero señalando con el dedo al policía, mientras con la otra mano hace un ademán que parece decir: “¿Qué quiere este tipo?”. 

—Dice que estás arrestado, primo —asevera el taquero maniobrando el cuchillo, mientras mira fijamente al mudo, exagerando los labios al hablar.

Él se gira y con su mano derecha se apunta a sí mismo y luego mueve su dedo de un lado a otro: “Tienen al tipo equivocado”. Voltea de nuevo hacia su cena, que no ha podido tocar.

—Solamente queremos hacerle unas preguntas en la fiscalía —insiste el investigador, de nuevo sin hablarle de frente. 

Sin girar, el hombre, viendo hacia el taquero, hace una seña juntando los dedos de su mano derecha, incluido el pulgar, haciendo un gesto hacia adelante y hacia detrás de su boca: “Dile que estoy comiendo”.

—¡Sabemos que tú eres el vigilante! Tenemos las grabaciones de las cámaras de seguridad, y la ubicación de tu celular te delata.

—¡Brillante! —responde el otrora mudo con su fachada descubierta y una cínica sonrisa en su rostro. 

De un rápido movimiento de su mano derecha, toma dos de los tacos y los mete en su boca. Mastica con las mejillas rellenas cuando atraviesa la puerta, escoltado por los policías que se preparan para esposarlo, aunque se nota que no opondrá resistencia alguna. 

En la patrulla piensa que no él no es altruista; todo se ha tratado de venganza, y no de justicia. Por otro lado, no puede negar que le gusta tener a la opinión pública de su lado, como si esa percepción de justiciero que pesa sobre sus hombros purificara su egoísmo: no es lo mismo un vulgar matón que un santo con soluciones drásticas. Y es precisamente en esa ovación general en la que espera cimentar su próxima salida. Un gobierno no puede darse el lujo de perder su poca credibilidad permitiendo que un personaje como él sea ultimado por viles escoltas, mientras que estará seguro encerrado entre las víctimas de sus víctimas. Siempre supo que el personaje del mudo no lo salvaría de la cárcel para siempre, pero el plan estaba listo. “¡Yo soy la noche!”, dice con arrogancia una vez que ha pasado el bocado mientras los atónitos policías lo observan por el retrovisor de la patrulla.

Las luces continúan rompiendo la oscuridad nocturna.