Vanessa López
La mujer en el cuadro
Todos vivimos dos vidas, decía mi abuela. La que todos conocen y la que guardamos en el corazón. Pero, ¿cuál es el límite entre esas dos vidas?. También decía, mi vieja sabia, que no hay lugar más seguro para guardar un secreto que el corazón de una dama. Y los años se han encargado de darle la razón.
Pocos conocen la procedencia de un cuadro que está colgado en mi sala. Es un paisaje en óleo, de trazos intensos y colores opacos, donde se puede apreciar la representación de una tarde fría en las montañas y a una mujer vestida de blanco, sentada afuera de una cabaña contemplando la escena.
Hoy les contaré cómo este cuadro llegó a mi vida.
Henry era todo eso que una mujer puede soñar en un hombre: apuesto, educado, de buena familia, trabajador y amoroso. Yo, era todavía una niña cuando lo conocí. Acababa de terminar la secundaria y estaba haciendo planes para comenzar la universidad. Fue durante una reunión familiar en la que coincidimos, nos presentaron y poco después, hablábamos de todo sin parar de reír. Mis padres conocían a los suyos porque tenían negocios en común y se mostraron complacidos de vernos tan conectados aquella noche. Me llevaba poco más de cuatro años y ya estaba culminando sus estudios en derecho.
A partir de esa noche, comenzamos a hablar por teléfono horas y horas, al punto de tener problemas en casa por mantener la línea ocupada. Poco a poco nos fuimos enamorando, salimos dos o tres veces y al fin, decidimos formalizar la relación.
Al principio, todo marchaba bien, hacíamos planes para viajar y soñábamos con tener una casita en el campo, con una chimenea para el invierno, imaginándonos abrazados bajo una manta mientras el tiempo pasaba. Pero un día, mis padres decidieron trasladarse de ciudad y yo, que aún vivía con ellos, sentí que se me vino el mundo abajo. Hablamos de casarnos pensando en evitar la inminente separación, pero sabíamos que por ser tan jóvenes, iba a ser un problema para ambas familias. Nos íbamos a separar y la angustia se apoderó de nosotros. Fue entonces cuando Henry, en un intento desesperado por caer en gracia con mis padres, organizó una cena en su casa para pedir mi mano.
Mis padres, que ya lo sospechaban, aceptaron a regañadientes. Llegó la noche de la cena, sus padres prepararon un delicioso estofado y comenzamos a conversar alegremente de los planes de mis padres en la nueva ciudad. Mientras eso sucedía, Henry fue al cuarto contiguo a la sala y salió con lo que parecía ser un lienzo enorme enrollado que ceremonialmente, entregó a mis padres al tiempo que decía:
– Respetados suegros, hoy quise invitarlos para comunicarles lo mucho que me ha afectado saber que se van lejos y con ustedes, se llevan el amor de mi vida. Es por eso que aprovecharé este encuentro para pedir su mano y entregarles este regalo que yo mismo pinté, como una muestra de la vida que nos espera juntos, allá en ese hogar que soñamos.
Mi padre, intrigado, tomó el lienzo y comenzó a desenrollarlo y a medida que se iba revelando la pintura, se fue poniendo más serio. Frunció el ceño, lo guardo de nuevo, se levantó de la silla y dijo:
– Imposible que te cases con mi hija cuando ni siquiera te incluiste en la pintura. Una mujer abandonada en un lugar frío y recóndito como ese no es el destino que anhelamos para nuestro tesoro más grande. Gracias por la comida, pero creo que es todo lo que tengo por decir.
Y salimos de esa casa ante la mirada atónita de mi pobre Henry y la molestia de sus padres por la exagerada respuesta de mi padre. Eso sí, me devolví a recoger el lienzo que desde entonces llevo conmigo y hoy adorna mi sala, ese mismo que me recuerda todos los días el amor que fui incapaz de defender aún cuando yo sabía que esa mujer de la pintura no estaba sola: estaba siendo pintada por los ojos de su eterno enamorado.