La máquina
J.L Rivas
Bruno era un tipo raro, capaz de influir en tu mente de tal manera que siempre terminabas haciendo lo que él quería. Los muchachos del barrio lo evitábamos porque nos sentíamos incómodos y preferíamos que no interviniera en nuestros juegos. Pero él se quedaba inmóvil al borde del campo de fútbol y su presencia era tan perturbadora que, al final, terminábamos invitándolo a participar. Jugaba bastante bien; su principal habilidad estaba en el medio campo. Tenía el poder de adelantarse a los movimientos del equipo contrario.
Y transmitía seguridad. Con una mirada sabías perfectamente dónde tenías que colocarte para recibir el balón. Casi todos sus pases eran gol seguro, pero él nunca convertía. No tenía ambición ni quería ser protagonista. Su trabajo era organizar el juego para que otros se llevaran la gloria. Pero, claro, todos le reconocíamos el mérito de conducir al equipo. Sin embargo, él no quería alabanzas ni aplausos, y rehuía las demostraciones de afecto de los hinchas. Con el tiempo se ganó el apodo de La Máquina por su juego preciso y por su estilo tan elegante. Daba gusto verlo jugar.
Un día, su padre vino con una mala noticia: en un accidente de coche, Bruno se había fracturado una pierna, y por un tiempo no iba a poder jugar. Se nos cayó el mundo encima. Entonces fue cuando nos dimos cuenta de que todo el equipo dependía de él, algo que nunca nos habíamos planteado.
Fuimos a verlo a su casa; tenía la pierna derecha escayolada y vendado el brazo del mismo lado. No quisimos comentar el problema que era para el equipo que no pudiese jugar. Pero Bruno, viendo nuestras caras de preocupación, con el mismo aplomo de siempre, nos dijo: “Tranquilos, muchachos, no se preocupen, apenas pueda caminar voy a ir a los partidos”.
Mientras Bruno se recuperaba, perdimos varios encuentros. Nuestra frustración era grande. Jugábamos desorientados; nos faltaba cohesión. Fallábamos en la defensa y nos comimos muchos goles. Hasta los penaltis los tirábamos fuera. Como era fútbol de barrio, no había divisiones, pero bajamos hasta el último puesto. Estábamos con los ánimos por el suelo.
Un día, al comenzar un partido que ya dábamos por perdido, apareció La Máquina con unas muletas y se sentó al borde del campo. La gente notó su presencia, y hubo un aplauso espontáneo. Fue un subidón enorme para nosotros, que estábamos rendidos al fracaso. Bruno no podía jugar, pero ahí estaba, organizando el juego en su cabeza.
Y ocurrió el milagro. Empezamos a jugar como antes, como nunca. Con fuerza, determinación, hasta con júbilo. En el primer tiempo metimos tres goles a un equipo que seguro nos iba a ganar por goleada. Terminamos 4 a 1 con una alegría infinita, como si se tratara de una final de liga.
La cuestión es que todos los jugadores coincidimos en que una fuerza invisible nos había guiado durante el partido, dándonos seguridad e indicándonos las mejores jugadas. La Máquina, desde el banquillo improvisado, sin gritar, sin decir nada, nos dirigió con su mente. Creer o reventar.
Bruno se hizo famoso, pero rechazó todas las ofertas de clubes importantes. En una entrevista, el periodista le preguntó:
—¿Qué le gustaría ser si no fuera futbolista?
—Siempre he querido ser bailarín.