La dama del bosque
Pedro Muelas
En la base de una montaña cubierta por árboles había una aldea. Los primeros habitantes pensaban que el bosque era un lugar sagrado y, que en algún lugar de este, habitaba un hada junto a su padre el rey sauce. Con el tiempo, los viejos dioses fueron olvidados; los antiguos nombres fueron sustituidos por los de hombres piadosos y, más tarde, por nombres de guerra, metal y muerte.
Las campanas de la iglesia llamaban a la gente a la misa del domingo; todos se dirigían con sus mejores ropas al templo, salvo uno: el pastorcillo llamado Alejandro. Había perdido un cordero en el bosque. Los ancianos le advirtieron que debía dejarlo estar, pues lo que entraba en el bosque dejaba de pertenecer a los humanos y entrar en ese sitio estaba prohibido por motivos que ya habían olvidado.
Siguió el arroyo que movía el molino del pueblo y serpenteaba bajo la maraña de ramas. Podía ver las huellas del cordero en el barro y se alegraba, pues pronto podría recuperarlo. Al final llegó a la fuente del agua que brotaba debajo de las raíces de un sauce. Bajo el tronco se hallaba una joven de su edad con una larga melena del mismo color que las aguas del mar y un vestido que brillaba como la luna. El cordero tenía apoyada su cabeza en el regazo de la joven y dormía plácidamente. La joven le cantaba con una voz tan dulce que Alejandro pensó que estaba soñando.
Por aquellos prados verdes, qué galana va la niña;
con su andar siega la yerba, con los zapatos la trilla,
con el vuelo de la falda a ambos lados la tendía.
El rocío de los campos la daba por la rodilla
La niña levantó la cabeza y dejó de cantar al darse cuenta de que estaba siendo observada por un desconocido. Alejandro recuperó la palabra y se acercó.
⎯¿Quién eres? ⎯fueron las únicas palabras que acertó a decir.
⎯Soy la hija del Sauce; este es mi hogar y sus habitantes son mi familia, ¿y tú?
⎯Soy un pastor del pueblo; he venido porque he perdido mi cordero. Pero ahora solo quiero oírte cantar.
Y así fue cómo Alejandro conoció al hada y desde entonces pasó el tiempo junto al árbol donde bailaron, cantaron y jugaron el niño y el hada. Poco a poco, el amor fue creciendo entre ellos, igual que las flores crecen en el prado cuando llega la primavera. Los años pasaron, y Alejandro siguió cambiando. El hada también crecía junto con él y los dos llegaron a tener el aspecto de dos mozos bien parecidos.
⎯Por favor, ven conmigo ⎯le suplicó Alejandro⎯. Te llevaré al pueblo y serás mi dueña y señora. Juntos pasaremos nuestra vida, y nuestros hijos heredarán mis rebaños y mis haciendas. Nuestras hijas serán las damas más hermosas de la comarca.
⎯Ya sabes que no puedo abandonar este sitio, ¿acaso no somos felices así? ¿No juré amarte por siempre jamás?
Pero el corazón de los hombres es como un pozo que nunca se llena. Alejandro sacó de su morral un hacha tan afilada como una espada y se dirigió al tronco del sauce. El hada le suplicó que parara, pero él no la escuchó. Cansado y sudoroso, terminó de cortar el árbol, y este cayó al suelo con el crujido de la madera al romperse.
⎯Ahora eres libre.
⎯Ya lo era, y me odio porque te sigo queriendo.
La tomó de la mano, y ella lo siguió por el bosque en silencio. Llegaron al borde de los árboles. El hada se detuvo cuando sus pies se posaron en los campos labrados de los humanos; las piernas dejaron de sujetarla. Ante los ojos de Alejandro, su amada empezó a brillar. El cuerpo del hada se transformó en un frondoso laurel. Su cabello eran hojas, sus brazos se habían transformado en ramas nudosas y sus pies, en raíces que se clavaron en la tierra. Alejandro lloró amargamente pues se dio cuenta demasiado tarde de que nunca había debido intentar sacar del bosque aquello que no había sido hecho para abandonarlo. Nunca pudo abandonar el laurel que había sido su amada y, cuando murió, pidió que lo enterraran bajo sus ramas. Allí siguen juntos por siempre jamás.