La bobina de hilo

Gonzalo Tessainer

La puerta de la Mercería Corchete se abre acompañada por el tintineo que una campanilla que suena cada vez que alguien sale o entra. En esta ocasión son dos hombres, de los cuales uno habla y otro solo escucha. Uno mira y otro solo observa. Uno convence, y otro solo se deja convencer. Tras el mostrador del establecimiento se encuentra Manuela, la dueña de la mercería, que evita mirarlos. Finge estar ocupada embalando cajas llenas de ovillos de lana, botones, cremalleras y todo el material que le ha acompañado durante su vida. Después de media hora, los hombres abandonan el establecimiento pero, antes de hacerlo, uno de ellos le recuerda a la mujer que ya puede quitar el cartel del escaparate. Ese cartel que es la lápida del negocio de Manuela y cuyo epitafio dice: “Se traspasa.

Las horas pasan, y las farolas de la Calle Melancolía cogen el relevo del sol. Manuela evita enfrentarse al momento de abandonar la tienda; por eso ralentiza sus movimientos para posponer la despedida. 

 

El tintineo de la campanilla de la puerta la sorprende y le revela la presencia de un hombre en el local.

–Buenas tardes, ¿en qué puedo ayudarlo? –pregunta Manuela, siendo consciente de que ese va a ser el último cliente al que atienda.

–Buenas, quisiera una bobina de hilo rojo. 

–Veré si me queda alguna –dice la mujer con una sonrisa. 

Mientras Manuela busca la bobina en uno de los cajones de debajo del mostrador, el cliente observa el local. Las pequeñas grietas de las paredes, la mancha de humedad del techo y la moqueta roída del suelo delatan el deterioro del lugar.

–Necesita una reforma, lo sé.  ¡Pero eso ya no es asunto mío! –afirma Manuela mientras deja en el mostrador lo que el hombre le ha pedido. 

–Muchas gracias. ¿Cuánto es?

–Nada, no me debe nada. ¿Sabe? Es usted el último cliente de esta mercería, así que acéptelo como un regalo especial. —En ese momento, unas lágrimas se deslizan por las mejillas de Manuela—. Disculpe –se justifica mientras se seca la cara–. Siempre me he considerado una mujer fuerte, pero hoy está siendo un día triste para mí. Un día como hoy mi madre abrió esta mercería y, sesenta y ocho años después, es el último día que va a estar abierta. Estas paredes están llenas de historias, de sueños, de ilusiones… y todas las imperfecciones que hay en el local han sido testigos de aquellos. Manuela guarda silencio durante unos segundos mientras su mirada recorre el local—. ¡Pero no le quiero aburrir! Simplemente, estaba pensando en voz alta y la emoción me ha desbordado.

–¡No se preocupe! Es una lástima que se cierren negocios con tanta solera. Disculpe, pero ¿qué va a hacer a partir de ahora? –pregunta el hombre.

–Supongo que sobrevivir –asegura Manuela. –Bueno, no quiero entretenerlo más. ¡Gracias por su paciencia y un placer haberlo ayudado!

–¡El placer ha sido mío! –responde el hombre–. Espero que todo le vaya bien. Muchas gracias.

 

Tras esas palabras, el hombre sale de la tienda, y Manuela sabe que ha llegado el momento del último cierre. Va a la trastienda, coge su abrigo y apaga las luces. Se acerca al escaparate, despega el cartel y lo rompe con rabia, dejando que sus trozos caigan al suelo.  Abre la puerta y escucha por última vez el tintineo de la campanilla, pero en ese momento se percata de una nota debajo de una bobina de hilo rojo en el felpudo exterior de la tienda. Manuela se agacha, coge los dos objetos y lee el mensaje que está escrito en el papel:

La alfombra se cambiará por parqué brillante, el techo se pintará de color blanco marfil y las grietas de las paredes se ocultarán con un papel pintado azul marino. Pero ¿quién arreglará las heridas de su corazón? Espero que con este hilo las pueda coser y, una vez sanadas, se acerque a la nueva librería que se abrirá en este local y en la que será una excelente librera. Con la esperanza de que llegue pronto ese momento.

Un saludo de Jaime, el último cliente de la Mercería Corchete.