Inspiración

Ramiro de Dios

Esta es la crónica del intento más desesperado que he realizado para hallar inspiración. Soy escritor (o en algún momento lo fui). Hace quince años, publiqué mi primera y única novela. Me fue bien (de hecho, mejor de lo que esperaba). Fue un éxito internacional, un auténtico best seller. En cuanto se publicó, las ventas estallaron. 

Eso fue mi novela para mí: una bomba nuclear, que marcó un antes y un después. Desde la explosión, todo ha quedado desértico; nada germina, y todo lo que llega a sobrevivir muta en un adefesio. Qué desastre… 

“Desastre”… qué linda palabra. Así fue cómo el periódico El País describió mi carrera después de haber tenido tan solo un éxito y no haber vuelto a publicar nada. “Genio de un minuto”: así me llamaron los condenados. 

Y al final, el condenado soy yo, que, luego de haber hallado la fuente de la felicidad, me distraje. La soberbia y el placer de ser reconocido me cegaron. Para cuando volteé, la fuente había desaparecido; cambió su ubicación en el mapa y se alejó de mí. 

También se alejó Lucía, el amor convencional de mi vida; cuando la tenía cerca, era capaz de escribir cosas lindas. Tengo una novela inconclusa que es su tocaya, pero Lucía nunca me permitió terminar mi obra. Cada vez que perdía a Lucía, hacía de todo con tal de recuperarla para poder seguir escribiendo. Pero, un buen día, halló el manuscrito que la encueraba, le prendió fuego y huyó para siempre de mi vida. 

Mi vida a partir de mi único éxito han sido intentos parecidos a los de Lucía. Para escribir terror, me metí en una casa abandonada, pero unos vagabundos me corrieron a botellazos. Para escribir nostalgia, abandoné a mi gato en la calle, pero el muy astuto se las ingenió para regresar a casa una semana después. Para escribir misterio, me compré un atuendo de detective, pero la pipa me hacía toser y me distraía. Para escribir poesía, me leí el diccionario completo, buscando siempre tener armas para rimar, pero mi entorno moderno me orillaba a arrojar algo más parecido al rap que a un poema. Para escribir cuentos infantiles, me inscribí en un kínder. Pero, cuando fui el primer día de clases, los niños me excluyeron porque tenía pelos en las piernas. 

 

Las piernas me tiemblan mientras llevo a cabo mi último intento desesperado por hallar inspiración. Rocié sal por el piso dibujando un símbolo extrañísimo; agudicé mi sexto sentido. Preparé mi tablero de la Ouija, puse cientos de velas a mi alrededor y seguí cada paso que encontré en WikiHow. Entonces, estaba listo: iba a contactar a los muertos. 

¿Pero con qué escritor muerto comenzaré? Bueno, antes que nada, les explico que, como ya no hallo inspiración por ningún sitio, lo más lógico es contactar a escritores muertos para que me pasen sus tips de inspiración. Es lo más lógico, ¿no? 

Y con esa misma lógica creo que empezaré con Saramago. 

—¡José Saramago!, ¿Estás ahí? 

—¿Eh?, ¿quién habla?

—Maestro, ¡Qué felicidad! Es un honor. 

—¿Cuál sabor?

—Honor, maestro, honor. 

—Hace mucho que no hay fulgor en mi vida, señorita. 

—¿¡¿Qué?!?

—¿Qué?, ¿eh?, deje dormir… 

 

Pobre maestro; olvidé que murió a los 87. Ya está muy agotado; mejor, lo dejo descansar. ¡Ya sé! Intentaré con el poeta de los billetes de cien. 

—¡Nezahualcóyotl!, ¿estas ahí?

¡Amo pasoloa!

—¿Qué dices?

Noain nanagatl istoyaj uelik. 

—Ah… okey, bueno, gracias de todas formas.

 

No mames, se me olvidó que Neza habla nahuatl. A ver con quién intentaré. ¡Ya sé!, el ídolo mexicano, ¡Octavio Paz!

 

—¡Octavio!, ¿Estás ahí? 

—Dígame. 

—Octavio, disculpa la molestia; soy un escritor, mexicano, como tú. Llevo ya rato sin lograr inspirarme. Te quería preguntar, ¿de dónde sacabas tú la inspiración? 

—No existe tal cosa como la inspiración; un poeta es poeta; un escritor es escritor. Así de simple: la “inspiración” que tú llamas es uno mismo. 

—Entonces, Octavio, ¿qué me recomiendas hacer?

—Que no sea usted pendejo y póngase a escribir. 

 

Y así fue cómo, después de quince años, fui capaz de volver a terminar una novela.