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Ángel Climent

Gracias, amiga Luna

¿Por qué?, ¿Por qué?, te dije que no mintieras, pero tú no hacías caso. Te vi en el restaurante; estabas con él. Te tenía cogida la mano y, al despediros, os besasteis. Al salir a la calle, cada uno de vosotros cogió un camino diferente. Corrí hacia la casa: tenía que llegar antes que tú. Cogí un libro y, como si estuviera leyendo, me senté a esperarte.

Abriste la puerta y, con un “Buenas Noches”, te acercaste y me besaste; preguntaste cómo me había ido el día (eso sí: acabando todas tus frases con las palabras “¡Cariño! ¿Cariño? ¿Quién? ¿Yo o el otro?”). Tranquilicé como pude mis nervios y te pregunté de dónde venías; por qué no estabas en casa. Tuviste la osadía de decir que había llegado un primo del pueblo, que te había llamado para entregarte unos regalos de parte de tus padres, y señalaste una bolsa, que habías dejado detrás de la puerta, con unos paquetes envueltos, con su lazo y todo. Habíais quedado en un restaurante y te había dado los presentes. 

¿Me tomaste por tonto? ¿Pensabas que me iba a creer que era tu primo? Qué ilusa que eres… yo sabía que era tu amante, que me engañabas, pero tú no lo querías reconocer. Cogí la bolsa, y la tiré al aire; todos los paquetes salieron despedidos. “¡Ahí tienes los regalos de tus padres!”, te dije. Atrapé fuertemente tus dos manos, y volví a preguntarte quién era. Volviste a insistir en que era tu primo.

De un tirón soltaste tus manos y, dándote media vuelta, gritaste que ya estabas harta de esos celos enfermizos; que, si seguía con estos, acabarías por pedirme el divorcio. Me lancé hacia ti, te cogí por el pelo y te atraje hacia mí, suplicándote que me dijeras la verdad, que prefería saber que me engañabas a tener que soportar más mentiras.

A pesar de los golpes que recibías, no parabas de decir, una y otra vez, que era tu primo. Que no tuvieras el valor de confesar me enfurecía cada vez más, y más golpes soltaba yo, sin pensar ni mirar dónde los daba. Tantos di, y con tanta fuerza, que no me percaté de lo que pasaba, hasta que tu voz se apagó y tu cuerpo quedó tumbado a mis pies. Entonces, comprendí lo que había hecho.

Me senté en el sillón mirando hacia el cielo, buscando el beneplácito de mi amiga y compañera que nunca me engaña: la luna llena. Contestó guiñándome un ojo y enviándome una sonrisa, confirmando que había hecho lo que debía.

Llamé al 112 y pedí una ambulancia. Cuando llegaron el médico y los enfermeros, ya eras cadáver y llamaron a la policía. Permanecí tranquilo, sentado, intercambiando sonrisas con la luna y esperando que hicieran conmigo lo que quisieran. No merecía compasión. Te había matado; yo era el culpable de tu muerte.

Después vino la cárcel y la larga espera hasta el día del juicio. Entre los testigos, estaba él; lo presentaron como tu primo. Ja, ja, ja… tu primo… ellos también querían engañarme. Según mi abogado, las pruebas eran insalvables; todo estaba en mi contra: tenía asegurada la pena de muerte.

El jurado no tardó mucho en dar su veredicto; por unanimidad fui declarado “¡Culpable!”. Me levanté para oír la sentencia del juez, y las palabras de mi defensor se convirtieron en realidad: “¡Pena de muerte!”.

De nuevo mi abogado me propuso que, con una apelación por enajenación mental, a lo mejor podíamos evitar la pena de muerte y pasar el resto de mi vida en un psiquiátrico. Me negué; yo era culpable, sí, te había matado, pero tú también eras culpable: me habías engañado. Vaya excusa… era tu primo.

Han pasado días, meses, y yo no he dejado de pensar en ti. Dentro de quince minutos, más o menos, me sacarán de la celda y me sentarán en una silla, delante de todos los que quieran presenciar cómo me inyectan para morir. Lo haré con el rostro bien alto, pensando en que voy a volver a verte. Nos encontraremos en el otro mundo, y espero que allí me seas fiel.

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